Juan
Ramón Martínez
La
joven politóloga guatemalteca, Gloria Álvarez, que pronunciara el
más interesante discurso en el encuentro de la juventud
parlamentaria del mundo hispano, nos ha dado importantes lecciones
que vale la pena considerar. La primera de ellas, tiene que ver con
la debilidad del sistema de representación democrática, en donde
los diputados, en vez de tutelar, proteger y defender los intereses
de sus representados, más se dedican con gozosa desmesura, a
defender los intereses de sus patrocinadores financieros, congratular
a quienes les financiaron la campaña; y a ponerse de rodillas, ante
quien los hizo personalidades con méritos artificiales para llegar
al Congreso Nacional, al Poder Ejecutivo y a los Tribunales de la
República. Esta crisis de la no representación en que el elegido o
nombrado cree que no tiene obligaciones morales con sus electores, es
lo que más debilita al sistema democrático electoral. Ante lo cual,
debemos hacer esfuerzos para corregir el entuerto, si no queremos que
la democracia desfalleciente, le abra la puerta a los caudillos. Y
facilite la dictadura.
En
Honduras por ejemplo, en la medida en que pasa el tiempo, la teoría
de la representación popular se debilita, mostrando las partes
vulnerables del sistema democrático. Que al establecerla, lo que
busca es que los elegidos sean servidores suyos, con capacidad para
vigilarlos y controlarlos. Entre nosotros, la mayoría de los
diputados, incluso aquellos que han convertido el cargo en verdaderas
dictaduras personales, han terminado por creer que no tienen
obligaciones con sus lectores. Que no tienen que cuidar su conducta,
para que su electorado no se avergüence de su desempeño en el
Congreso. Porque más bien, está convencido que los electores no son
soberanos, no merecen su respeto y mucho menos su consideración.
Incluso llega abiertamente a burlarse de ellos.
Por
eso es que el Congreso Nacional – que dicho sea de paso no es
soberano y nunca lo será, porque simplemente es un conjunto de
mandatarios (mandaderos)— está en crisis. Algunos creían que el
problema era el bipartidismo; y que, una vez que hubiese una mayor
pluralidad de partidos, las cosas cambiarían dramáticamente. Pero
el hecho que, ahora hayan hasta cuatro grandes partidos, no ha
mejorado el concepto de la representación popular; ni mucho menos,
nos aproximamos a algunos asomos de rendición de cuentas y de
control de los electores sobre los diputados. Por el contrario, más
bien parece que todo se ha deteriorado, porque en la pelea que
observamos, casi nadie habla de las obligaciones que tienen los
congresistas de mostrar un comportamiento ético que llene de orgullo
a sus representados. Se creen autónomos. Y absolutos.
Más
bien parece que el Congreso Nacional, se ha tornado menos popular que
hace algunos años. Los diputados, en forma mayoritaria, no tienen
interés de mostrar la calidad de su representación, a fin que sus
representados se sientan orgullosos de su desempeño. Tanto por las
formas, como por el contenido de sus intervenciones en el interior de
las deliberaciones del Congreso Nacional. Este fenómeno, solo tiene
una explicación: el crecimiento del caudillismo congresista. Los
diputados no son representantes de sus electores, a los cuales tienen
que cuidar e incluso contentar, sino que del conjunto de hondureños
que además de tener casas, vehículos y otras propiedades, son
dueños de diputados y diputadas. La desvergüenza es tal, que las
expresiones sumisas que escuchamos frecuentemente, indican que el
congreso Nacional, en vez de representación popular, es un
instrumento de los caudillos propietarios de los partidos que allí
tremolan sus banderas. Escúchelos usted; y notara que ya no los
controlamos.
Esta
situación no es buena para Honduras; ni para la convivencia
armónica; y mucho menos, para el fortalecimiento de la democracia.
Más bien, constituye un grave peligro. Desalienta a los electores,
que disgustados, poco a poco, van descubriendo que en el Congreso
Nacional no tienen diputados. Que allí nadie representa y protege
sus intereses. Porque los hombres y las mujeres que lo integran, no
se consideran fruto de la representación popular, sino que expresión
de un caudillismo que amenaza la estabilidad. Y empieza a crear,
sentimientos de desagrado y rechazo del sistema, que puede ser muy
peligroso.
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