VARGAS LLOSA Y SU ÚLTIMA FAENA NOVELÍSTICA

 Juan Ramón Martínez (*)


Los lectores habituales de Vargas Llosa, no saldrán defraudados al llegar a la última página de su novela “Les dedico mi silencio”. Terminarán convencidos que se trata de otra obra maestra del autor peruano. Los que por primera vez se encuentran con el más diestro narrador vivo de habla española, pedirán a sus libreros, más obras del escritor de “La Casa Verde” o “La Ciudad y los Perros”. Pero los más genuinos seguidores de Mario Vargas Llosa, que lo conocen desde sus días de estudiante en San Marcos, --sus dientes blancos, un poco incómodos con unos labios que no podían cubrirlos cómo correspondían al canon anatómico de entonces--- y que, además, dudaban de sus planes de irse a París y hacerse escritor, la lectura de “Le dedico mi silencio”, es una prueba concluida, que confirma que el escritor vivo más famoso de nuestra lengua, sigue manejando las mismas reglas, mezclando los mismos ingredientes secretos, dándole los mismos tonos a las historias, probando sus tesis políticas; y construyendo personajes singulares, no sólo primarios sino que hasta los secundarios – e incluso los invisibles, --como Lalo Molfino, evanescente; pero presente -- aunque sólo con fugaces recuerdos cómo ocurre en la novela que comentamos; y que, desde el juego de narrar desde  distintas perspectivas e incluso haciendo que desde la boca de un narrador, con materiales poco nobles, construye una pequeña obra maestra, aun en contra de sus propios planes, probablemente. Porque entre esos lectores, siempre ha sonado, como en sordina, y tras de las butacas que, Vargas Llosa no es el mismo; y que ahora sólo escribe obras menores. Sin embargo, aunque hay que reconocer que al experimentalismo literario “vargasiano”, de “La Ciudad y los Perros”, “La Casa Verde y “Conversación en la Catedral”, tiene sus dificultades para el gran público que, con el que Vargas Llosa comprendió siempre y buscó comunicarse, pero al margen de lo dicho, no hay pérdida de calidad en su segunda serie de obras literarias: “La Guerra del fin del Mundo”, un ejercicio de fino y dedicado tiempo histórico novelado, la calidad narrativa de “Pantaleón y las visitadoras”, en donde Mario Vargas Llosa, nos da un ejercicio crítico sobre los ejércitos de América Latina y un mapa sociológico de la forma como se entretejen las relaciones sociales entre clases dominantes y subordinadas de un poder político que algunas veces parece que hasta cuando se agrede parece consentido y pactado. El tono de humor, inexistentes entre los escritores españoles, hace de esta obra, una pequeña obra maestra. Y tampoco, en “La Tía Julia y el escribidor” – más alla de lo anecdótico y particular privado, que no es lo mejor de la obra— en la que, lo que interesa destacar es la fuerza de la vocación del escritor, el uso del tiempo y el imperativo que su función en un magisterio que incluso está por encima de todas las convenciones e incluso de todas las relaciones establecidas, porque la misma que el escritor, como Dios, tiene una, irrenunciable e incapacidad que  le obliga a ser nada mas que creador. Un poco, como aquello que “Dios no es tan poderoso, porque no se puede suicidar”. Lo vemos en “La Fiesta del Chivo”, en donde el peruano desde un personaje central, formalmente hablando muy pisoteado y conocido por otros escritores y el público en general, porque al fin y al cabo era una de las personalidades más toxicas y conocidas, algunos anticipaban que poco podría agregar para hacer digerible, una historia humana, relevante literariamente; o un cuadro de todas las debilidades que una dictadura que produce una sociedad abyecta como la dominicana de aquellos tiempos, da una imagen nueva de Trujillo, sus aficiones sexuales y la forma como los áulicos servidores comparten las migajas del poder. Tampoco podría hablarse de caída, fatiga de lectores o de entrega al mercantilismo que es tentación de libreros, ofreciendo obras fáciles porque siempre lo fueron, lo que ocurrió es que al principio que no había como al final de sus tareas, lectores que conociendo sus secretos, entendieran sus obras culinarias; y gozaran, sin conocerlos siempre, todos sus sabores y sus olores de mágico cocinero del restaurante literario mundial. Por ejemplo, la saga sobre Castillo Armas de Guatemala que emparenta con la Fiesta del Chivo, tiene una grandeza y una maestría igualmente singular. Y no digamos la más profunda, por la personalidad del personaje principal del Héroe de Irlanda que es, además, un estudio profundo de la esclavitud, la ingratitud y la homofobia, como postura de poder de unos en contra de los otros.  Podría hablar de un tercer nivel de novelas, en donde Mario Vargas Llosa incluso, parece trabajar material desechable; pero no es mi fin de estas notas periodísticas. Lo que quiero probar es que, en todas las obras citadas y las no mencionadas, hay la impronta del artesano dedicado que, investiga, ordena y construye la historia acabada y redonda; el orfebre que, desde el torno, le da la forma para que sea bella y agradable; y, la precisión del herrero que, desde el fuego, construye personajes y los funde en comportamientos que los hace inolvidables, en la forma como se muevan en cada una de sus novelas y cómo reacciona en el escenario de las convenciones humanas. Por ello, saliendo del mismo taller en donde se forjó la “Ciudad y los perros”, Los “Cuadernos de don Rigoberto” o “Las Cuatro Esquinas”, “Le dedico mi silencio”, no desmerece a ninguna otra del Premio Nobel y, menos que haga suponer tengamos entre nuestras manos las hilachas de un escritor que le tiembla el pulso, porque en realidad,  se trata de otra obra maestra, no de una “novelucha” para un público que lo lee mejor; que lo entiende mejor, que anticipa sus requiebros; o que evita los engaños que deliberadamente construye en cada curva de la vida donde trascurre la historia y el encanto del viaje novedoso de su literatura singular. Claro que no. Le dejo mi silencio, es una buena y acabada novela, con la marca del mismo artesano escritor consagrado de siempre. Sus obras, cada uno en un menú especial, siguen teniendo, las mismas gracias, los mismos materiales, la temperatura usual, cocinada en los mismos hornos y con leña de roble de altura; y con la magia de un cocinero que al paso del tiempo, jamás ha olvidado las medidas exactas, los recursos inevitables, y lo más importante de todo, el lenguaje preciso, exacto, con los giros y los quiebres correctos, colocados en el momento exacto que exige la cocción de sus obras memorables, para darnos en cada uno de sus libros una obra inolvidable. “Le dedico mi silencio” es la última obra maestra de un autor que se merece que los lectores, lo dejemos descansar. Nos ha dado más de lo debido; y, todo, de exquisita calidad. Confirmando, que la promesa que nos hiciera en San Marcos, fue honrada con su palabra aguda y sus dientes relucientes que, para entonces, sólo parecían que eran palabras propias de un bromista más.

“Le dedico mi silencio”, tiene un olor de despedida. De cierta e indudable nostalgia. Es un testamento literario y una declaración política de su compromiso con el Perú. Lo primero obvio, porque tiene la edad del retiro, en un escritor que no ha sido orientado por la intuición, espontánea y ruidosa, sino que el trabajo disciplinado, el orden y la investigación que nos ha entregado a sus lectores, juventud, sueños, energías y neuronas. Y al que, le tenemos de alguna manera que rendirle homenaje, al momento que decida retirarse. Es testamento literario, porque el personaje principal Toño Azpilicueta, es el propio Vargas Llosa, que desnuda su estilo, la prolijidad de sus formas de trabajo, las reglas de la investigación minuciosa, la búsqueda de un dato y la definición de un carácter cómo se tratara de un minero incorregible que anda más por la marcha que por la búsqueda de la pepita de oro, para darnos a sus lectores lo mejor de su trabajo. La repetición de los manuscritos, de un libro que creímos por momentos que no se editaría, las revisiones, las correcciones de las pruebas, las tardanzas, son una prueba del oficio que ha orientado a Vargas Llosa toda su vida en su calidad de escritor. Para probarnos, que todos podemos serlo, si tenemos capacidad de trabajo e incluso sinceridad para reconocer cómo le dijo Patricia Llosa, que el escritor, sólo sirve para escribir. Y es un testamento político dedicado al Perú. En la medida en que Mario Vargas Llosa se involucró en política, decantó su afición por la polémica, le permitió a sus enemigos, poner en duda su compromiso con él. Pero en su última novela, testamento literario, nos hace a todos – peruanos y lectores de todo el mundo – la afirmación que al final, le interesa la unidad del Perú, que rechaza el racismo que se mete entre las tablas de la pobreza, en los andes, la sierra y la costa y que mas bien sueña, en un símbolo de unidad. Y que ese símbolo es el vals peruano. Incluso, el tratamiento de la huachafería, que algunos tenemos dificultad para digerir – como a muchos no les gusta el ajo, fuerte entre los encantos de las comidas suaves –, Vargas Llosa quiere, que incluso en lo banal del comportamiento latinoamericano, podemos encontrar líneas de identidad que nos permitan encontrar la calma en el orgulloso del ser nuestro. Al final, hay un acta de defunción: aquí Vargas Llosa, en la figura de Lalo Molfino, nos deja su cuerpo entero y al fondo, sonando, suave, melancólico y lloroso, un vals peruano, que se calla, como un último servicio al Perú, en el que los peruanos, en el silencio se encuentren a si mismos y puedan dejar de diferenciarse y unirse en una gran nación. El cadáver está silencioso; pero la nación, también debe estarlo, para encontrarse a sí misma.

 


“Le dedico mi silencio”, no tiene el empaque ni la pretensión de “La Casa Verde” o las aspiraciones de “La Conversación en la Catedral”. Es la obra del diestro, consagrado narrador. No nos quiere impresionar, porque lo conocemos. Es simplemente, una obra de su estilo, de su marca consagrada, Por lo que es falso decir que es, una gran novela, propia de la firma de Vargas Llosa, digna de una despedida, propia de una faena generosa, en una tarde sevillana, de un torero genial como Manolete que se retira intacto, antes que “Islero”, que en forma de estocada mortal, ponga fin a sus días gloriosos.  Cortarle la coleta, es una ceremonia merecida para un matador esforzado y valiente como Mario Vargas Llosa. Que siempre jugó con el riesgo y la muerte en cada una de sus novelas, cada una más, arriesgada y más cercana, según los espectadores. Esta es como las otras, editada por Alfaguara y tiene 303 páginas. La portada esta ilustrada por la foto de una orquesta pueblerina, obra del colombiano Fernando Botero, titulada “Los Músicos”, todos gordos, felices, indiferentes de los bailarines y despreocupados. El personaje principal Toño Azpilicueta – nombre sin pegue; pero que Vargas Llosa quiere negarse en una figura sin nombre y por ello, sin oportunidad para el recuerdo imperecedero, que su preocupación es la investigación de la música peruana tradicional, que escribe en revistas de poco pelo y que además, intenta hacer cursos o para concluir una carrera universitaria que nunca concluye y que la va, pasando entre la pobreza y los afectos de los amigos, y el trabajo dedicado de su mujer que le mete el hombre y le permite sus divagaciones literarias. Vive en la pobreza y todo empieza con una llamada, en donde inicia su gran aventura, conocer al que cree que es el mejor cantor de música peruana que oídos algunos hayan oído sobre la tierra. Seguir a este guitarrista, que sólo escucha una vez y que construye desde su biografía, el eje principal, de un libro que uno cree que al final, nunca publicará. Es inevitable la tentación de ver en Toño Azpilicueta, una discreta biografía de Vargas Llosa, por lo menos en su carácter compulsivo por ser escritor, su frenética repetición de borradores, las enmiendas minuciosas y las dilaciones para la entrega de las ediciones finales, de alguna manera, son una forma de personalidad de Vargas Llosa. Incluso el que Toño Azpilicueta, publicado el libro que creemos imposible, no haga nada y se acueste, como Santiago Hernández, el pescador de Hemingway, que después de la faena singular en que los tiburones le quitaron su trofeo, se lanza sobre el camastro, a soñar con los leones, haciendo que la firma final del testamento de Vargas Llosa, es su última novela, su última voluntad.

Pero, además, “Le dedico mi silencio” es una novela de tesis. Presenta un Perú desgarrado, sin conciencia común histórica, dividido por todo lo imaginable; y herida por las diferencias raciales, entre blancos e indios, negros y chinos, serranos, costeños y pescadores, en fin, entre ricos que se creen europeos y amargos marxistas que han creído que donde Marx escribió, “lucha de clases”, ellos tenían que aclarar “lucha de razas”. Es si uno se da la libertad de proyectarlo, también, una América Latina, una diferente y dividida. Pero no se queda en el problema, y mas bien se atreve, a proponer – desde una perspectiva sencilla – un proyecto de unidad, alrededor del vals peruano, el cajón peruano y los músicos y cantores de esta música individualizadora. Molfino, es en este sueño, la figura, distante, desconocida y singular al cual ponerle carne a la utopía unitaria del Perú. 

En términos de estilo, la historia está contada desde diferentes planos, con las anticipaciones que nos tiene acostumbrado Vargas Llosa. De repente, la mejor contribución es la habilidad para hacer que, en un sólo personaje, el padre italiano que recoge al niño Lalo Molfino, Toño Azpilcueta y el mismo cura italiano, hablando, como una sola persona, sabiendo que son tres y que lo hacen en tres tiempos totalmente diferentes. En el énfasis en el carácter de los personajes, las relaciones suaves, que no llegan a ser insinuantes sexualmente, muestran nunca ética del narrador que, sólo se explica por ser una rendición de cuentas, donde ya no hay espacios, para rectificaciones o tachaduras. Finalmente, la pureza del lenguaje. Vargas Llosa no deja que se le cuelen adjetivos engañosos; o se distraiga, en descripciones innecesarios. Aquí, todo es exacto, incluso los depredadores que viven de los vertederos de Lima, donde se mueren o viven los más pobres entre los peruanos. Y para cerrar la historia, en donde la empezó Vargas Llosa, nos llama mucho la atención, las fijaciones psicológicas de Toño Azpilicueta, que cuando se pone nervioso, siente que se le suben las cucarachas bajo la camisa. Nos recuerda a Kafka en su primer centenario de su muerte, para indicar que, si no es el gobierno el que nos domina, es la literatura la cárcel donde se derrotan a las cucarachas; y nos volvemos libres, leyendo a los grandes escritores como Vargas Llosa, en su memorable despedida. Salud, Mario, la paz sea contigo.

Tegucigalpa, Honduras, agosto 26 de 2024

(*) Escritor y académico hondureño, Director Emérito de la Academia Hondureña de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua (RAE). Reside en Tegucigalpa, donde escribe para el diario La Prensa, de San Pedro Sula. 

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