BILLY PEÑA, ESCRITOR
Juan
Ramón Martínez
Escribía
muy bien. Cada artículo suyo daba la impresión de ser un exhaustivo
ensayo en donde consultaba todas las fuentes que tenía a mano. No
mostraba prisa. Se notaba la vocación del artesano enamorado de la
madera antes que el simple uso de la silla recién terminada, salida
de sus manos acostumbradas. Tal cosa era fruto un hombre de muchas
lecturas, algunas efectuadas a profundidad y especial puntualidad.
Las citas contenidas en sus artículos y sus inclinaciones – con
las cuales, casi nunca estuve de acuerdo – a favor de las
monarquías y la superioridad de los reyes sobre el pueblo, siempre
me sonaron a una discreta nostalgia por el poder en la Edad Media. O
en la era victoriana. Cosa que, no me importó mucho porque tengo
conocimiento de primera mano, del encanto que provoca, una época que
aunque allí nació la ciencia y dio sus primeros pasos el
conocimiento científico, es obscura e impenetrable a la mayoría. La
reina Victoria era su favorita por la claridad y definición de las
costumbres, imagino.
Pero
lo importante es que Peña era por todas las cosas un hombre educado,
que respaldaba a sus amigos – a los que nunca les dio las espaldas
– y que le guardaba fidelidad -- a lo antiguo -- a la amistad y a
la contemporaneidad. Sus expresiones tenían las características
propias de los hombres del pasado. Jamás le leímos una expresión
vulgar, mas bien en cada una de sus oraciones estaba presente cierto
orgullo imperial que, pese a su fortaleza, respetaba las reglas del
bien decir, por encima de los enconos y los desacuerdos.
Solitario,
pudo dedicarse a lo que le gustaba y que le permitía realizarse a
nivel personal: leer, reflexionar y escribir para cuestionar los
barbarismos nacionales, la estupidez de los gobernantes y la vocación
servil de alguna parte de la población nacional. Reclamaba la falta
de clase a la burguesía local y mostraba cierta nostalgia en los
tiempos en que el poder de las compañías fruteras, obligaba a las
personas a definirse. Y en esa nostalgia con respecto al enclave
bananero no había ninguna declaración o postura económica; era el
simple gozo de un estilo de vida en donde las cosas estaban en su
lugar. Y nada faltaba. Ni inventaba nada.
Nunca
tuve el gusto de conocerlo. Cuando fui a la Lima no creía que era
respetuoso convertirlo en un objeto turístico; e ir a visitarle y
pedirle el autógrafo. O fotografiarme con él para andar mostrando
mi capacidad de impresionar a los demás. Pero con todo, estoy
convencido que como yo, él también me leía. Y cuando no estaba de
acuerdo conmigo, posiblemente en la mayoría de los casos, no mostró
ninguna inclinación policial para seguirme y ladrarme. Creo que
creía, como todo gran caballero, en la libertad de expresión; y por
consiguiente, en el derecho de cada uno para opinar como quiera. Por
esa razón, una de las causas por la que mantuve una distante
simpatía al escritor fallecido la semana pasada en olor de
voluntaria soledad, es que jamás quiso ser maestro de nadie. No
impuso reglas; ni ejerció como otros, una suerte de imperialismo
político en que todos debíamos pensar como él lo hacía. Su
crítica principal siempre la dirigió, más que a las personas, a la
sociedad en general a la cual, comparándola con la de su
adolescencia, le atribuía falta de definiciones y claridades.
Tampoco se refería, sino en muy contadas oportunidades al cotorreo
local, a la bellaquería municipal y a las insustanciales
controversias políticas. Su afán era más que el cambio de las
personas, el cambio de la sociedad. A las personas las admiraba más
que por sus posturas – que hasta los payasos las asumen – por su
cultura y su dedicación a las tareas que ennoblecían el espíritu.
Solo
en una oportunidad se refirió a mí. Invitado por Armando Euceda en
Canal 10, hicimos una conversación que a Peña le pareció
inusitada. Por ello, se refirió a la misma, como una prueba que en
el país había hombres serios, sabios y conocedores de los temas
profundos; pero que la algarabía de los tontos y los exaltados,
hacía imposible las serenas conversaciones. Sus expresiones, me
hicieron respetarle más. Porque igual que las aves se les conoce por
una tan sola de sus plumas, Billy Peña con aquel artículo me
convenció que podía juzgar los hechos sin importarle las personas
que los ejecutaran. Porque le interesaba más que los endiosamientos
y lo efímero, lo profundo, significativo e importante.
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