UNA INCOMPLETA VISIÓN DE LA CRISIS POLICIAL


Juan Ramón Martínez.

Fui educado, desde mis primeros años en la escuela primaria, para sospechar de las soluciones fáciles y dudar de las explicaciones sencillas de los problemas. La premura de algunos para atribuirle a Dios la autoridad de todos los errores humanos, la idea que el gobierno es quien hace todo lo malo que se produce en la sociedad y la bondad inconmovible de los seres humanos que no quiebran un plato, siempre me han parecido insuficientes, inocentes e incluso infantiles. La afirmación, que extraigo de un periódico dominical que los crímenes aumentaron por la crisis policial, me sabe a fácil, inocente; y por ello, de dudosa digestión.

El problema de la delincuencia, en la medida en que la Policía descuidó sus relaciones con la sociedad y se desmilitarizó – entendiendo esto último como la renuncia a la jerarquía, al rechazo de los ascensos por méritos y antigüedad; y a los valores eternos del servicio antes que la búsqueda del beneficio particular – es su visión unilateral y exclusivista. El atribuirle la existencia del crimen en el país a la Policía, es un error descomunal que nos llevará a soluciones equivocadas. Porque se pasa por alto que quien incurre en el delito son las personas de carne y hueso; y que las instituciones solo son ficciones jurídicas, útiles para efectos operativos; pero que nunca incurren en acciones delincuenciales, porque no tienen voluntad propia individualizada. Los delincuentes son compatriotas o extranjeros, dañados por una escala de valores en que el fin justifica los medios, que buscan obtener resultados exitosos sin hacer mayores esfuerzos; y que consideran que el mayor talento radica en la capacidad de actuar en contra de la ley y en el ejercicio del irrespeto a las reglas establecidas por la autoridad legítima. Impunemente.

Eran más inteligentes en el pasado que lo que somos ahora. En los años 60 del siglo XIX, mientras gobernaba el país José María Medina, se produjo un inusitado rebrote de delincuencia. Se asaltaba a los caminantes en despoblado, se robaban las vacadas que pastaban solitarias; y se asesinaba para despojar de sus bienes a algunos compatriotas que residían aislados en pequeñas aldeas y caseríos. Medina, cuyo talento y ejecutorias no hemos valorado debido a la ola de desprestigio que los liberales de Soto derramaron sobre su figura, no se equivocó: Centró el delito en la conducta de los seres humanos. Y en vez de recurrir a la represión como otros, solicitó el apoyo del obispo de la Diócesis para que desde una intensa predicación en las iglesias y en las escuelas, se buscara el reencuentro de los ciudadanos con los valores del respeto a la vida, a la propiedad ajena y a la autoridad legítima. La estrategia tuvo efecto inmediato y las cosas volvieron a su cauce normal. Hasta que los políticos, organizaron las revueltas que dieron por tierra con el gobierno de Medina y precipitaron las cosas cómo las conocemos, muchas de las cuales son la causa de varias de las dificultades que seguimos experimentando en el país.

Ahora, nadie habla del criminal. Somos fáciles para perdonar el delito que nos afecta, mientras rencorosos hervimos a fuego lento las ofensas que nos hacen, preparándonos para la venganza. Se pasa por alto que los delincuentes son personas que han perdido la perspectiva y renunciado a la convivencia normal dentro de la sociedad, que han perdido el miedo de la crítica colectiva y a recibir los castigos jurídicos de la autoridad. Ahora no hay control social. Nadie se atreve, por comodidad, miedo, perversidad o picardía a criticar a los delincuentes. Algunos incluso celebran el éxito fácil suyo que, sin trabajar, construyen desmesuradas fortunas con las cuales, sin esconderse, nos dan en la cara a todos.

Asisto los domingo a misa. En la Iglesia en donde voy, el sacerdote -- un joven inteligente al que le veo cierto aire obispal en el caminado y en la forma como predica --, no se ocupa de la realidad hondureña. Ocurrido los dolorosos incidentes de Comayagua y los incendios de los mercados de Comayagüela, no dijo una palabra de lo que estaba ocurriendo. Borró de nuestras mentes, el sentimiento que vivíamos en Honduras, para trasladarnos a la Tierra Santa; pero no la conflictiva de ahora, sino que a la que vivieron sus habitantes hace más de dos mil años. Cuando lo escucho, celebro en silencio sus habilidades para alienarnos, para inventar paraísos falsos y para usar la religión como un narcótico que nos aleja de la realidad y del ejercicio responsable de nuestras obligaciones sociales. Pero rechazo que ese sea el papel de la Iglesia Católica. Estoy de acuerdo en que no se caiga en la presentación de Dios como generoso farmacéutico que resuelve todas las enfermedades y defectos de la personalidad de los humanos. Pero rechazo que vía el alejamiento de la realidad, algunos sacerdotes nos alejen del cumplimiento de nuestras responsabilidades. Y pasen por alto que la búsqueda de Dios, inevitable y necesaria en la felicidad humana, se haga abandonando las responsabilidades que tenemos ante un mundo irregular que debemos ordenar.

En conclusión, sin perjuicio de perfeccionar las instituciones: la Policía, la Fiscalía General, los Tribunales de Justicia y el régimen de prisiones, debemos orientarnos a producir una nueva ciudadanía desde una escuela, unas familias y unas iglesias que nos entreguen ciudadanos probos y responsables. No como nos están dando delincuentes, hábiles tanto para el ejercicio de los actos que ofenden la vida o se apropian de la propiedad ajena. Por lo que creo que antes que centrarnos exclusivamente en la Policía (que hay que reformar), como en tiempos de Medina, nos consagremos a producir un mejor hondureño, desde una nueva escuela, nuevas familias, diferentes medios de comunicación y nuevas Iglesias. El volver a la cátedra de Educación Cívica por ejemplo, podría ayudar mucho más que encarcelar a algunos funcionarios policiales, que se lo tienen merecido por lo que han hecho. No hay que perdernos, los problemas no son sencillos. Y por ello hay que rechazar las propuestas minimalistas, por incompletas e infantiles e inclinarnos, con fuerza y dedicación a buscar en la división ínfima de los problemas, las causas verdaderas que al ser atacadas nos sirvan para resolver en el menor tiempo posible, los problemas que enfrentamos actualmente, con una sociedad acosada, unas instituciones inútiles y una ciudadanía debilitada por la pérdida de valores y la renuncia de responsabilidades. Igual que me ha servido en lo personal, hay que renunciar a lo obvio, dudar de las soluciones sencillas y desconfiar de las propuestas que muchos hombres de buena voluntad se sacan de la manga de la camisa.

Comentarios

  1. Le doy la razón, centremonos en la "causa" y no en el "efecto". Si nos centramos en resolver los problemas actuales sin ser previsores en los futuros solo acumularemos o arrastraremos problemas sin fin.

    Si evitamos la formación de más delincuentes estaremos disminuyendo esta carga delictivia que ya es insostenible.

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