LANDAVERDE O LA PROMESA CUMPLIDA

Juan Ramón Martínez.




[caption id="" align="alignright" width="379" caption="León XIII, fue el papa n.º 256 de la Iglesia Católica. Su pontificado se extendió entre 1878 y 1903."]León XIII[/caption]

Más que político o profeta, Gustavo Alfredo Landaverde fue un hombre bueno, un niño grande, un misionero generoso, un alma de Dios enviada a la tierra para prevenirnos; y un carácter ensayado para mejorarnos. Si hay una característica suya, que lo marcó en forma definitiva, fue su desinterés en asuntos personales. Tardó bastante tiempo en casarse porque decían algunos de sus compañeros de su primera juventud, que el “indio” Landaverde, lo que pretendía era ser sacerdote. No le interesaban las cosas materiales del mundo; y si tuvo dos casas, es porque su primera esposa Elvia lo impulsó para que tuvieran una residencia propia en Miraflores y después Hilda, su viuda, lo debe haber animado para que compraran una casa modesta en el Chimbo. Gozaba más que en la compañía femenina, con los grupos que le escuchaban sus lecturas anticipatorias y las extrapolaciones por medio de las cuales podía ejercer cierto profetismo intelectual, al anticipar las cosas que aquí ocurrirían. Tan solo porque habían ocurrido en otras partes.


Lo conocí una noche de febrero de 1966 en Goascorán, Valle. Iba con dos catres de tijera bajo los sobacos, en los cuales dormirían los campesinos a quienes Landaverde y sus compañeros, Fernando Montes, Antonio Casasola, Ramón Velásquez, Arístides Padilla, Carlos Martínez, Morán y el Chero Rojas, habían invitado para iniciar con ellos un proceso formativo. Landaverde y sus amigos, habían descubierto no solo el desarrollo de la comunidad como método de trabajo, sino que la fuerza revolucionaria de los campesinos para la toma del poder, sin la sangría de las guerras civiles que tanto daño le han hecho al país. Durante muchos años, Landaverde – entonces el más “leído” de todos los miembros de la “gatera” – había andado buscando justificaciones para este protagonismo campesino en la lucha por el poder. En “El Otro Comunismo”, libro que durante muchos años le acompañó en sus largas conversaciones conmigo en La Colmena en Choluteca y que era la base de su propuesta, confirmaba con el ejemplo de Mao que se podía hacer la revolución en Honduras, movilizando a los campesinos.


Un tiempo antes de esta obsesión campesina, Landaverde nos dio la lección más sólida que hasta entonces habíamos escuchado sobre el recién descubierto socialismo cristianismo. Fiel con sus convicciones, nos dijo – en la casa de Fernando Montes en La Primavera – que ninguno llegaría al poder, que éramos, más que los “redentores”, los anunciadores de la venida del Mesías. Por lo que debíamos prepararnos para el sacrificio y la entrega generosa a favor del desarrollo de la comunidad humana. En aquella oportunidad, nos impresionó a Iriarte y a mí, que nos creíamos hombres de libros, citando a Maritain, a Lebret, a Mounier y León XIII, con una maestría como si fuesen sus compañeros de aula.


Nunca fuimos amigos íntimos con Landaverde. Cuando nuestras vidas se acercaron, cada uno tenía su círculo propio. Pero siempre fuimos compañeros fraternos. Me mereció el mayor respeto su probada honradez, aunque no pasé por alto que no tenia gran capacidad organizativa; ni fuerza para darle continuidad a los procesos. Que lo suyo era anunciar las cosas, interpretar los hechos y anticipar lo que iba a ocurrir. Limitado eso si, por el análisis de lo que había ocurrido ya.


Consecuente con su desprendimiento, siempre pensó en los otros. Y jamás en sí mismo y sus hijas. Por ello, anticipó la muerte de muchos. Supo que los policías estaban en la disposición de matar a los que los incomodaran. Y cuando la reflexión le llevó al peligro que corría por su figura de cuestionador principal de las fallas sistémicas de la Policía, animando a los asesinos a dirigir sus armas en contra de su cuerpo indefenso, no le preocupó en lo más mínimo. Se sabía Juan el Bautista y estaba preparado y orgulloso de cumplir el papel que Dios le había confiado. Sus asesinos, que conoceremos algún día, callaron su voz; pero sin pretenderlo, han plantado una bandera que un día, como lo soñó Landaverde, conducirá el pueblo al poder. Sabiendo que él no estaría en las tribunas aplaudiendo a los redentores de los cuales sospechaba que había agazapado un caudillo manipulador que terminaría negándole al pueblo sus voces y sus pretensiones. Desde el silencio, seguirá hablándonos cada día más fuerte.

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