¿CUÁNTO VALE UN DIPUTADO?
Juan Ramón Martínez.
Es muy fácil penetrar la campaña electoral de los candidatos a diputados. Y mucho más la de los que aspiran a dirigir las Alcaldías municipales. Por varias razones: 1) lo costosas que se vuelven, tanto por la publicidad como por la costumbre que el aspirante regale cosas a los electores potenciales, casi en una verdadera compraventa de voluntades; 2) porque ninguna de ellas tiene control suficiente como para identificar a los “donantes” de forma que la actividad para llegar al cargo, tenga un carácter permanente; y 3) porque los aspirantes al reelegirse o lograr uno de los cargos mencionados, carecen de un formación tal que tengan miedo a fallarle a los electores, a quienes no se les dispensa enorme respeto y consideración. A estas tres razones hay que agregar que la sociedad en general se ha vuelto laxa con respecto al éxito económico logrado por los demás – incluidos los candidatos y los diputados y los alcaldes que buscan reelegirse – de forma que, en vez de preguntarse cómo es que fulano y zutano, que no tenían como dice nuestra gente en que “caer muertos” hace un par de años, de la noche a la mañana son dueños de haciendas, residencias y vehículos. En vez de criticar, mas bien lo celebra con melosa envidia algunas veces en las que es difícil eliminar una torva admiración por el logro de lo fácil, incluido el engaño y la inmoralidad.
Entre nosotros, las soluciones fáciles, son una verdadera tentación. Ante el peligro real que los diputados sean financiados por el crimen organizado y el narcotráfico, lo primero que se le ocurre a los más inocentes es que el gobierno – cuya incompetencia para controlarse a sí mismo la vemos ejemplarizada en el tema de la auto destrucción de la Policía – intervenga para discriminar el trigo de la paja; y mostrar quien hace una campaña decente y quien cae en las manos de cualquier financiador, interesado en tener representación en el Congreso Nacional. Pero el gobierno y mucho menos el Tribunal Supremo Electoral, tienen competencia alguna para ejecutar funciones de vigilancia de muy alta complejidad.
Solo vemos dos soluciones inmediatas. La primera de ellas es que se reforme la integración del Congreso Nacional, se supriman los diputados suplentes – que son objeto de una manipulación comercial indigna que la sociedad no controla – y se trasforme a los legisladores en verdaderos representantes del pueblo, escogidos por los electores de definidos distritos electorales. La segunda, es que el Congreso eche andar, de verdad, un sistema de vigilancia y control de forma que igualmente lo que se recomienda para la Policía, la sociedad y los partidos políticos, puedan controlar el comportamiento ético del diputado, especialmente en lo que se refiere a las expresiones comunes de su bienestar. Pero por supuesto, para que todo esto pueda funcionar, es necesario que el Congreso Nacional mismo se someta a la vigilancia y la supervisión del Tribunal Superior de Cuentas. En este momento, los recursos públicos que recibe el Congreso Nacional escapan al escrutinio público, porque desafortunadamente aquí hemos confundido lo que es representación con soberanía, inexistente en cuanto a este organismo se refiere porque esta es propia y exclusiva del pueblo; y porque igualmente hemos vuelto como similares poder de servir y servirse, con absoluta impunidad.
De forma que de nada sirven los pataleos infantiles de los diputados que quieren asumir posturas de honorables en forma anticipada y global; o los reclamos del Presidente de la Asociación de Municipios, cuya ignorancia en los temas públicos se ha ido tornando conocida por todos. Lo que hay que buscar es volver a la vida moral, de forma que la política deje de ser autónoma; y que más bien, se someta al escrutinio público constante. Porque no solo se trata de rendir cuentas – cosa que algunos hacen en la forma que creen que es mejor y más comprensible por los interesados – sino que además de lucir íntegros, dejen de usar los cargos públicos para el enriquecimiento, los que son una fórmula generosa y solidaria de servir a los intereses colectivos de Honduras. Es aquí en esta nueva visión, en donde se puede producir una nueva moralidad que frene y evite, la instrumentalización de los diputados por parte de fuerzas externas; o por ellos mismos. El ejemplo que nos ha dado la campaña de Obama, que rechazó fondos de un personaje de los negocios indebidos de México, es lo que tienen que imitar. Lo demás es puro infantilismo. O patrañas publicitarias para distraernos.
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