NUNCA LO HUBIERA DICHO
Soledad Puértolas (*)
El lenguaje es una herramienta que se pone a nuestro alcance desde los primeros días de nuestra existencia y que vamos conociendo y valorando poco a poco. Amplía de forma extraordinaria nuestra capacidad de expresión y de comunicación, allana obstáculos, conquista territorios, se eleva en el aire y en el interior de nosotros mismos, nos permite imaginar, soñar, construir fantasías, inventar tiempos y lugares de los que no hemos oído hablar jamás.
A veces, sin embargo, nos quedamos repentinamente callados, bloqueados, como si todas las palabras hubieran huido de nuestra cabeza. O, frente a una hoja en blanco, ante el requerimiento de escribir algo, solo palpamos un gran vacío. Ocurre en momentos de gran tensión, cuando más necesitamos hablar o escribir, explicarnos. Esos momentos, tan desolados, de ausencia de lenguaje nos remiten, una vez pasados, a la importancia que tiene para el ser humano el poder expresarse con palabras. Palabras habladas y palabras escritas. El ser humano quiere expresarse y comunicarse, aspira a darse a entender, a comprender lo que le dicen, a explicarse a sí mismo y a explicarse a los otros, a todos sus posibles interlocutores.
Sin duda, no son pocos los hablantes que se preguntan de vez en cuando si no deberían tener más conocimientos sobre la lengua, sobre su origen, sobre su extensión, sobre las normas que facilitan una expresión correcta, sobre los diferentes usos de las palabras y los matices que caracterizan la forma de hablar en los lugares donde se practica, y otra gran variedad de datos. Unos conocimientos que les permitieran, en fin, utilizarla con seguridad y con satisfacción.
El interés por la propia lengua es algo casi inherente a la misma. Quien habla siente curiosidad por saber por qué una cosa ha de decirse así y otra asá. En cualquier reunión en la que se hable de las mismas palabras y es algo que ocurre con mucha frecuencia, se pone de manifiesto que todo el mundo algunas veces, sin ser completamente consciente tiene una opinión sobre los significados y los usos de una u otra palabra. Es una conversación que enseguida se vuelve acalorada.
Recordemos el episodio de la bacía de barbero que don Quijote se empeña en tener por yelmo. Aun cuando Sancho, con su habitual espíritu conciliador, propone una palabra híbrida, baciyelmo, la situación, finalmente, desemboca, pasado el tiempo -que no siempre lo cura todo-, en una verdadera batalla campal entre el barbero y muchos de los pobladores de la venta y los defensores del exaltado caballero, a quien le cuesta dar su brazo a torcer y reconocer, en el supuesto yelmo, la realidad implacable de la bacía del barbero. Cuando no se llega a un acuerdo sobre el significado de las palabras, se acude a las manos, a los golpes, a la lluvia de palos. A la violencia.
Más nos vale quedarnos en el territorio de las palabras. Es allí donde puede llegar a darse el entendimiento y, cuando no, el acuerdo, la negociación. Quedarse en el territorio de las palabras no es quedarse en un sitio fijo y limitado. Todo lo contrario. Las palabras traspasan fronteras, vuelan, penetran en las mentes más diversas, trazan nuevos caminos y crean nuevos lazos entre los seres humanos.
El lenguaje puede ser nuestro mejor aliado. A veces, presenta dificultades y oquedades, pero se deja moldear, se adapta a nuestros intereses. Su vocación, su razón de ser, es formar parte de nosotros, vivir en nosotros. En esa proximidad, nos sentimos más seguros.
Acceder a una mayor proximidad, a un mayor conocimiento de la lengua, de sus curiosidades grandes y pequeñas, de su historia y sus tensiones actuales, y de muchas otras cuestiones íntimamente relacionadas con el lenguaje, es el propósito de la colección que la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, en colaboración con Penguin Random House Grupo Editorial, han proyectado y que se inaugura con este primer volumen, dedicado a los asuntos más básicos, los que, al día de hoy, resultan más visibles.
La colección responde a uno de los objetivos primordiales de las Academias, y sigue la dirección marcada por el Tesoro de la lengua, de Sebastián de Covarrubias, que ve la luz en 1640, casi un siglo antes de la fundación de la Academia (en 1713). En las páginas preliminares se incluye un texto dirigido expresamente <<Al lector», donde se nos recuerda la importancia de dar nombre a las cosas, tal como queda recogido en el Génesis: <<la comunicación entre ellos (Adán y Eva), de ahí en adelante, fue mediante el lenguaje, no adquirido ni inventado por ellos, sino infundido por el Señor, y con tanta propiedad, que los nombres que Adán puso a los animales terrestres, y a las aves, fueron los que competían, porque conociendo sus calidades y propiedades, le dio a cada uno lo que esencialmente le convenía». El párrafo transmite una concepción del lenguaje que, evidentemente, ha quedado anclada en el pasado, en el contexto de la interpretación religiosa bíblica. Pero lo que, más allá de eso, queremos subrayar es que la primera cosa que hace Adán es poner nombre a los animales. Así es como los seres humanos se van a distinguir de los animales y del resto de los seres vivos. Son ellos quienes nombran, quienes pretenden tener el control sobre el mundo. El lenguaje es concebido, ya en la Biblia, como la gran creación humana.
El Diccionario de autoridades (1726-1739), proyecto fundamental de la RAE, responde a esta visión de la lengua como parte esencial del ser humano y ofrece de forma sistemática y minuciosa un amplio catálogo de voces que no solo tienen como referencia principal la lengua de las Autoridades, sino que, en parte, proceden de vulgarismos, usos y dichos populares. En el prólogo, se hace un resumen de su objetivo: «Faltándole a la Lengua Española el suyo, ha sido el principal empeño de la Academia, sin que sea su fin enmendar ni corregir la Lengua, sí solo explicar las voces, frases y locuciones y dar a conocer los abusos introducidos [...] y calificar la energía y elegancia de la Lengua, así para uso de los extranjeros como para curiosidad de la Nación, y sobre todo para su mayor aplauso y gloria, porque es vanidad de todas hacer pública la vivacidad y pureza de su Lengua».
Cuando la Academia, en paralelo a la continua revisión del diccionario, se plantea la realización de manuales específicos sobre la ortografía y la gramática, es muy consciente del público al que se dirige. Se trata de recoger el espíritu de los sabios y de instruir a todos los hablantes. En la primera Ortografía que ve la luz (1741), expone al rey, a quien dedica el libro: «que en sus obras procura el beneficio público, creyendo sea este el mérito que más la distinga, y ayude a conseguir que la alta dignación que V. M. haga aceptable esta obra, en que solo desea la Academia el mayor lustre de la Nación Española».
En la dedicatoria al rey que figura en la Gramática (1771), manifiesta: «La Academia solo pretende en esta Gramática instruir a nuestra Juventud en los principios de su lengua, para que, hablándola con propiedad y corrección, se prepare a usarla con dignidad y elocuencia». Queda así, perfectamente clara, la vocación didáctica de la institución.
Estos son los propósitos de las publicaciones que ha ido llevando a cabo la Academia a lo largo de su historia. A ellas se suma ahora este nuevo proyecto, de vocación eminentemente divulgativa, cuyo primer volumen ponemos ahora en las manos del lector. En él encontrará datos que, en algunos casos, le resultarán conocidos o simplemente familiares y otros que ignoraba. Hallará también curiosidades que se refieren a la gramática y a la ortografía, excepciones a la regla y casos raros. Y también, diferentes modalidades de la lengua, asunto que ha ido incrementando su importancia.
Covarrubias ya había observado que la lengua castellana «<está mezclada de muchas». En el «Discurso proemial sobre el origen de la lengua» del Diccionario de autoridades, se manifiesta que <<Todo este agregado, o cúmulo de Voces, en lo que constituye y forma la Lengua Castellana: así como un montón de trigo, aunque se le hayan mezclado otros granos o semillas, como cebada, centeno y otras especies diferentes, como la mayor y principal parte es trigo, todo se dice él montón de trigo».
El criterio que el Diccionario siguió para registrar las voces fue calificar la voz y mostrar los méritos de su juicio, procediendo con moderación: «En este propio asunto ha usado la Academia de la mayor modestia, porque a todas las voces expresivas, y propiamente las castellanas, no las añade calificación, teniendo por inútil la sentencia, por estar comprobadas con el mismo hecho de ser usadas por nuestros Autores, y solo da censura a las que por anticuadas, nuevas, superfluas o bárbaras las necesitan».
Recordemos, finalmente, que, como se observa en el prólogo del primer diccionario de nuestra lengua, que empieza a publicarse casi un siglo después de la primera recopilación de la lengua castellana, el Tesoro de Covarrubias: «una obra tan grande como la del Diccionario no puede salir de una vez con la perfección que debe [...] ningún Vocabulario ni Diccionario salió de la primera edición tan perfecto que no haya sido preciso corregirle y enmendarle en las siguientes impresiones»>.
(*) SOLEDAD PUÉRTOLAS, Académica de Número de la Real Academia Española
Comentarios
Publicar un comentario