Un “Guajiro” de Olancho por Rafael Heliodoro Valle

 Miguel Rodríguez A.


Rafael Heliodoro Valle 


Me encontré a Rafael Heliodoro Valle por vez primera en documentación hemerográfica. Su existencia era ignorada por mí hasta 2018 que revisando El Día y en trabajo voluntario sobre una investigación histórica de edificios modernos de Tegucigalpa (1950´s) apareció el artículo que hoy reproducimos en aquella polvorienta sala de lectura de la Hemeroteca Nacional aquí en Tegucigalpa.

Leí someramente tal escrito, que me llamó la atención por su dedicación al oficio de la historia y por la mención a Olancho, región conocida por ser lugar de mis antepasados paternos en el extenso valle del Guayape. 

Mucho tiempo después lo transcribí y lo leí propiamente. Es un ejemplo de ensayo que demuestra una cierta comprensión de la historia desde las vivencias de los sujetos. Me doy cuenta de su importancia, más allá de la personalidad de Rafael Heliodoro Valle (RHV) por sino la vocación innata de este a escuchar y escribir historias, que parecen en la cotidianidad del tiempo, tan insignificantes pero que son parte de la experiencia humana y las sociedades. 

Evidencia una historia oral, aquella parte del oficio de la historia encargada de no olvidar las memorias de aquellos cuyos cuales la cultura escrita ha dejado olvidado en el devenir implacable del tiempo. No me siento mal al decir que no lo conocía, su historia estaba fuera del límite de un ciudadano de la periferia norte de Tegucigalpa, aunque no de un alumno de la Universidad Nacional donde por interés propio me seguí encontrando con tal personaje. Uno de los escritores más sobresalientes de la Honduras del siglo XX y de mis favoritos.

La vida y obra de RHV en este momento las siento lejanas, quizá tanto por las circunstancias históricas como el tiempo atrás en que se desarrolló su vida, en la lejanía del siglo XX, del que somos posiblemente su resultado, aunque no nos sintamos parte de aquellos caminos de los personajes que esta historia relata, el cronista y su sujeto.

Dicho artículo reproduce una transcripción de un relato oral levantado por RHV a un Olanchano llamado Alfredo López Galeano, quien expuso sus vivencias que datan de la primera mitad del siglo XX y a quien conoció en un Hospital de Washington 26 años atrás de la publicación de este relato medio deshilvanado. Dicho persona -dice RHV- insistía se le llamara un Guajiro de Olancho de quien leerán a continuación.

Autor de grandes obras escritas, que por una insensible tradición de nuestro país quedan en el pasado, olvidadas por el pueblo y de las mayorías. Y es que aquellos personajes del pasado, al menos los que tenemos noticia, todos se aparecen en las confusas fuentes escritas, medio de lectura que hasta hace poco -desgraciadamente- practicamos los hondureños y ciertamente solo de una manera funcional. 

Libros o artículos, que solo quedan en esos sucios estantes de nuestras bibliotecas sin que un día vuelvan a ver la luz del día. Archivadas en situaciones documentales difíciles, lejanas y desconocidas. Dicho artículo demuestra la innata vocación del autor por la historia y cómo éstas, independientemente de su naturaleza, pueden contarnos cosas del pasado. 

Lo demás y su uso, ya es cuestión de cada lector por quien reproducimos esta crónica y por nuestro interés a tal intelectual en la construcción de este país llamado Honduras. Y sus facetas de vida, ya están siendo esbozadas por intelectuales de renombre en el oficio de las letras tales como Oscar Acosta (1981) y hoy doña Helen Umaña quien recientemente publicó un interesante libro bajo el título "Rafael Heliodoro Valle: Para conjurar el olvido" que esperamos pronto pueda llegar siquiera a la biblioteca de la Universidad Nacional en esta ciudad.

Rafel Heliodoro Valle sin duda tiene mucho por contarnos y quizá la tarea primaria sea, pues, compilar sus trabajos escritos de investigación histórica, periodística, diplomática, bibliográfica o social que siguen dispersos a lo largo del continente americano. Vivió diversas facetas, innato cronista y un profesional en la indagación del pasado que es su trabajo doctoral, consciente de la cultura escrita, incluso para aquella que se presenta sin importancia, como el relato de este olanchano, un guajiro o el más alto gobernante de cualquier tiempo y espacio.

Este artículo al parecer fue enviado exclusivamente a El Dia, uno de los diarios de circulación nacional editados y publicados en Tegucigalpa y donde RHV tenía necesariamente su espacio donde publicaba constantemente este tipo de columnas como lo hacía con otras más en muchos países de habla hispana y Estados Unidos hacia la cúspide de su carrera en la década de 1950´s

Rafael Heliodoro Valle ejerció como embajador de Honduras en Washington en el gobierno de Juan Manuel Gálvez, pero ejercicio su carrera diplomática desde el tiempo de cuando Policarpo Bonilla en el asunto fronterizo de Honduras y Guatemala desde 1918, ocupación diplomática y carrera profesional hasta 1950's época desde el cual aparece en las fuentes históricas como poeta, ensayista, su formación académica en México hasta la hora de su muerte en la ciudad de México en 1959.

Esperamos disfruten de tal crónica, pintoresca y recreativa, pero que tiene mucho por mostrarnos en cuanto a la dinámica y naturaleza de las fuentes orales para la historia.

***

“Don Espiridión Ordoñez, uno de los tres dueños de casa de año en Juticalpa, casas de dos pisos, era destilador del Gobierno y de la familia Ordoñez… Don Salomón Ordoñez era tío mío, mío, y cuando mi padre murió, que murió en un valle llamado Suyate, que queda a unas 10 millas al sur de Catacamas, y mando unas carretas para traer la familia, pero mi madre no acepto y me mando a la escuela pública que dirigía Policarpo Melara, y allí trabaja Gregorio Lobo y también un señor Yanuario Campos. Al terminar mi escuela allí mi madre me mando a Juticalpa, esperanzada que el tío Espiridión me ayudaría… como él no me daba más que un peso los domingos, yo quedo desamparado, sin quehacer, y en ese tiempo hubo revolución. Yo tendría 13 o 14 años, y me fui con la revolución, con protestas de los que enlistaban o reclutaban los estudiantes entraban a sacarme de la línea en donde yo estaba… pero yo rehusaba y me regresaba, y al fin me fui con las fuerzas del General Bonilla caminando día y noche. El General José Ángel Rosales, que era de Catacamas, me ordenó que me presentara a él… y me dijo: “tengo un telegrama de su tío Ramón López, íntimo amigo mío y me dice que usted no tiene por qué estar en la guerra. Alistese para regresar”. Yo no sabía que era el militarismo y le dije “Si vivo me regresaré a Olancho”. El general me felicito. Seguimos día y noche unos días caminando y otros sin comer. Nos estacionamos en San Marcos de Colón y allí estuvimos varios días. Esa gente nos daba de repente un sartén de frijoles chúcaros… Me dormía en la calle… Vinieron los de Nicaragua y no atacaron en San Marcos de Colón y nos derrotaron y no pudimos juntarnos con las otras fuerzas que tomaron por donde pudieron. El clarín -no recuerdo el nombre- estaba con nosotros, y procedimos y nos encontramos con otras fuerzas. El clarín había estado en otras guerras y había perdido un brazo y una pierna. El de Juticalpa, bajito, y de tiempo en tiempo nos daban algo de comer. El clarín creo que era sargento. Ya para llegar a Tegucigalpa hay un lugar que se llama El Sauce y al llegar allí nos dijeron que el General Bonilla estaba allí. Nos dijeron que tal vez nos ayudaría. Él estaba durmiendo en una hamaca y ya era presidente y eso fue por 1906. Cuando vino Miguel R. Dávila, y al levantarse de la hamaca se le presento el clarín y les dijo que no habíamos comido y nos dio un peso a cada uno. Y eso era nada para los que habíamos andado y hasta habíamos tomado agua con orines de vaca. Nos fuimos al cuartel detrás de San Francisco y allí me daban cincuenta centavos al día. Y al triunfar la revolución cada quien se volvió a su casa y me regrese a Olancho. Mi madre me recibió con los brazos abiertos y con unas rosquillas que me había preparado. Y allí empieza la historia buena de mi vida. Al terminar el rosario de la madrugada, como a eso de las cuatro y media o cinco de la mañana dije a mi madre que no podía vivir en Catacamas… “La vida aquí es muy dura y deseo irme a Juticalpa a estudiar”… Y entonces me dijo: “Tienes mis bendiciones y puedes irte”. Entonces mi padrino Gabriel Moya, era diputado y estaba para casarse y había comprado la ropa de la novia… A don Gabriel Yo le ensillaba la mula y el me daba de comer y fuimos hasta cerca de Danlí para ver a su novia, y luego continuamos para Tegucigalpa. Y al llegar, después de varias semanas, estábamos en casa de un señor Sagastume, que era gordo, y el otro se llamaba Lisandro, pues eran dos hermanos. Le llevé una carta de Tomas Cálix Martínez, de Catacamas, a don Justo Gómez Osorio y don Justo me dijo: “Bueno aquí va usted a comer”. Y caminaba yo en Tegucigalpa haciendo mandados, y tantos que hasta me salieron callos. Y al terminar varias semanas de mi trabajo con mi padrino Moya me dió un tostón que se lo devolví. Justo Gómez me puso en una escuela que era de enseñanza superior, y al terminar el año empecé a estudiar en una escuela de contabilidad que dirigía don Serapio Hernández y Hernández. Donato Díaz y Medina era uno de mis compañeros ¡Bueno! al terminar allí tuve un puesto en la Escuela de Contabilidad y también seis clases en la Escuela de artillería que dirigía Felipe Pineda, de Guatemala, que tenía muchas heridas en todo el cuerpo y las manos sin dedos y para poder firmar tenía que meterse la pluma entre el pulgar y me tenía mucho aprecio y allí empezaron los chismes… Me quitaron los puestos y entonces le cuento el cuento a Rosendo y le dije que quería irme a París o Buenos Aires, y cuando Christmas llegó con la revolución que botó Dávila alquilé un departamento en el Jochey Club. Por allí llegaba Guillen Zelaya y Foncho vivía por donde vivía un profesor flaquito que no era Guiardiolita sino Luis Landa. Foncho vivía en uno de los cuartos de la casa de la familia Mass y era íntimo, pero muy íntimo de Abel, y de allí me vine a Tampa, como cónsul. Y de allí no ha habido más que buenas cosas, hasta hoy que me vino la ceguera. Estando en Tampa, el doctor Membreño me envió a Cuba para abrir el comercio del ganado hondureño y allí fui amigo de Rafael Martínez Ibor, cónsul de Cuba, [en] Tampa y de Carlos Manuel de Céspedes, que fue Ministro en Washington y Presidente cubano. Juan Riaño, que era Ministro de España, era amigo de Céspedes y ambos iban a Tampa a pasar carnaval en que aparecía en Gasparilla, el Pirata, y allí conoció también a Samuel Gompers, el padre de la organización del trabajo en este país, y a Alfredo Quevedo, capitán del barco de guerra cubano “cuba” y el alcalde de Tampa por muchos años, Mrs D. B. McKay. Y conocí también a muchos de los fabricantes de tabaco, que eran millonarios de Cuba. Estuve en la Habana, en la Universidad y seguí unos cursos en el Seminario Consular y Diplomático de ella, cuando era decano el doctor Ricardo Dolz. Y don Daniel Sánchez Bustamante, un gran viejito era el propietario. Y lo demás muy bien sabes…”

[Comentario de Rafael Heliodoro Valle]

He aquí el relato, al parecer deshilvanado, pero muy colorido y cintilante de recuerdos, que, en un paréntesis de la conversación, acaba de hacerme mi paisano y amigo desde hace mucho tiempo, Alfredo López Galeano, quien insiste en que se le considere “guajiro” de Olancho. Conocí a Alfredo durante mi primera estada en Washington, en uno de los terribles días en que la “influencia española” estaba haciendo estragos, más de los que hizo la Primera Guerra Mundial. Un día, mi jefe de la misión de Honduras, el doctor Bonilla recibió la noticia de que en un hotel estaba agonizando un hondureño, y me pidió que acudiese a visitarle. El hondureño era López Galeano, quien había llegado para hablar con el Ministro de Honduras, el nervioso don José Antonio López Gutiérrez, sobre su inesperada remoción del consulado de Honduras en Tampa. Como le vi tan grave, pero resignado, le pregunte si en algo podía servirle y me contesto “Quiero decir mi última voluntad”. Tenía familia en Olancho y entre sus parientes figuraba un amigo mío, Rosendo López, a quien se alude en este relato. Gran sorpresa la mía cuando Alfredo me dijo: “Debajo de la cama quedan mis zapatos viejos, y pido, por favor, que al ocurrir mi muerte sean enviados al señor López Gutiérrez”.

Desde entonces sostuvimos charlas que nunca se acabarán, pues sabe decir cosas tan entretenidas y ha tratado tanta gente y recibido muchas decepciones (amiguitos a quienes sirvió y hasta sentó a su mesa y más tarde le desconocieron y hasta le untaron chismes).

Un día Alfredo tuvo mucho dinero; pero el dinero se escapa como el agua entre las más poderosas manos, también le abandono. Pero no por ello tuvo que amilanarse, y como conocía a diestro y siniestro la ciudad de Washington, compró un automóvil de alquiler y personalmente se puso al servicio de los transeúntes, reconstruyó su vida y cuando estaba otra vez ascendiendo, un accidente automovilístico le provoco la ceguera. No hace mucho que alguien me telefonó preguntándome si conocía al “guajiro” olanchano y desde cuándo, porque deseaba que apareciéramos en un programa de televisión. Fue en Nueva York en donde apadrine aquel acto noble que me hizo resplandecer una de las aristas del pueblo norteamericano, la de que sabe utilizar hasta a los caídos en desgracia, para reincorporarles a la vida. Y aquí termina, por ahora, este relato que algún día ampliare al hablar de otros personajes de la comedia humana a quienes no he querido nombrar por ahora.

Washington, D. C. 19 de Enero de 1955

Fuente: El Día, 19 de enero de 1955, p. 3 & 7

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