LA INCAPACIDAD DE LOS “REVOLUCIONARIOS”

Juan Ramón Martínez.


La intolerancia, el sectarismo y los caprichos infantiles, son expresiones de incompetencia. Por ello es que el proyecto “zelayista” fracasó estrepitosamente. Los incompetentes tuvieron dificultades para moverse, incluso discretamente dentro de la legalidad y aprovecharse de la misma para dar el golpe a las instituciones. El golpe de estado que pretendían, en el que derribarían al Congreso y eliminarían a la Corte Suprema de Justicia para imponer un régimen autoritario, fracasó por la escasa valoración de este grupo sectario que menospreció la capacidad de respuesta de las instituciones amenazadas, la actitud de la clase media rural y urbana; y la indecisión de las fuerzas externas.




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Personas menos sectarias, habrían valorado estos riesgos. No solo hacen falta las consignas, los gritos y la descalificación de todos que amenazados, se convierten en un enemigo sólido que hay que enfrentar cuando no se está preparado siquiera. Tampoco fueron útiles las movilizaciones que, en vez de atraer voluntades, por el seguro éxito de sus dirigentes, más bien provocaron el miedo primero y después de la voluntad de derrotarlas, una vez que se notó su escasa fuerza para imponerse por encima de las instituciones de la república.


Muchos hemos tenido la impresión que la revuelta “zelayista” y su intento de golpe de estado, fracasó fundamentalmente, por la falta de un dirigente maduro y capaz de tomar decisiones sobre la marcha sin consultar a Venezuela. Pero ese fracaso lo consolidó la incompetencia de manejar las masas, la inhabilidad para provocar la huelga general y la confianza sectaria de unos pocos que se creían los dueños de la verdad. El sectarismo magisterial que, en lo mejor de la debacle hablaban de un candidato suyo para sustituir a Zelaya, la intransigencia de los grupos laborales, articulados más al presupuesto nacional y en consecuencia poco efectivos para paralizar la economía del país; y la estrategia de rechazar las alianzas porque creían que unos pocos bastaban para vía el terror asaltar al poder, le pusieron el tapón al pomo. Y produjeron el fracaso más estruendoso que grupo alguno haya conseguido. Perdieron el poder que tenían en sus manos, por el manejo inadecuado de los resortes parar sostenerse en él.


Ahora, desde la llanura, siguen haciendo los mismos errores. Mientras Zelaya, más “animal” político que la mayoría de los “gremialistas” que le siguen, busca quitarse de encima toda la suciedad en la que se desdibujó como demócrata para volverse sirviente de un líder revolucionario del exterior, estos sectarios, intransigentes y neuróticos desmesurados, desconocen sus propias limitaciones y rechazan las oportunidades del crecimiento mediante las coincidencias, los arreglos y los acuerdos. Con lo que anticipan, como nadie más en Honduras, una cauda de fracaso que se les nota desde largo. No solo tendrán dificultades para organizar un partido político, sino que en la desesperación terminarán empujados hacia el ridículo. Y como muchos no podrán soportar desde su arrogancia tales castigos, no hay que descartar la posibilidad que la desesperación los lleve a la comisión de mayores errores. Un énfasis en el sectarismo, una inclinación hacia el terror como medio equivocado para obtener resultados electorales y la tentación de algunos ejercicios de violencia en contra de grupos y personas inocentes, puede alejarlos más de esta incómoda situación en la que se encuentran, por sectarios e intransigentes. Empujándolos al monte o al terrorismo.


Es útil la lección que han recibido los “revolucionarios” y que recibirán los sectarios que les han sucedido. Los políticos que requerimos, no tienen nada que ver con el “zelayismo”, hábil en la triquiñuela, manoseador de los bienes públicos; e irrespetuoso de la ley. El país no requiere de “revolucionarios” callejeros, sectarios e intransigentes que buscan como los niños malcriados portarse mal para avergonzarnos y asustarnos a todos. Requerimos políticos modernos, juiciosos y maduros, con disposición para la propuesta inteligente, para la discusión civilizada y para el pacto en el momento en que las circunstancias así lo reclamen. Los que creen que la política es una apuesta en que unos ganan y los otros pierden, están a muchos años luz de las realidades que se viven. La democracia no condena a la muerte a las minorías; ni crea vía la intolerancia, a la dictadura a las mayorías.


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