TODOS CONTRA LA LEY
Juan Ramón Martínez.
Hay muchas constantes en la historia nacional. Desde el pesimismo que caracteriza casi toda la vida de todas las generaciones del pasado y por supuesto de la que formamos parte todos nosotros, pasando por la cómoda irresponsabilidad del yo no fui “sino que fue teté”; hasta la lucha sin cuartel en contra de las reglas y las leyes que las justifican. No es accidental el atraso, la irresponsabilidad y los escasos resultados que todas las generaciones del pasado y la presente mostramos. La pobreza hondureña, la debilidad del país para influir en el mundo y la falta de respeto que nos dispensan incluso los países vecinos, son una prueba de un frágil comportamiento, poco firme y consistente; y expresión directo de una vocación por luchar en forma irracional en contra de las reglas, sin cuyo cumplimiento es imposible lograr resultados.
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Por eso es que al solo ojear las primeras páginas de la historia hondureña, uno da cuenta que lo mejor de las energías se han gastado en discutir sobre las reglas que deben ordenar el comportamiento de las instituciones, de los grupos de la sociedad y de los miembros de la ciudadanía. Solo hay que ver como esa vocación incluso nos tiene marcados hasta en cosas pequeñas: cada patronato que se organiza, más de 25 % de sus recursos, se dedican a la discusión tediosa, repetitiva e insustancial de los estatutos. Que a los pocos meses son olvidados; o incumplidos cuando así conviene a los intereses de los más fuertes dirigentes.
Pero no solo en esto, folclórico, infantil y rudimentario. También se aprecia en el conjunto de las élites políticas la falta de respeto de las reglas aprobadas por ellas mismas y la búsqueda de imaginativas excusas para elaborar nuevas, modernas y ajustadas a los nuevos tiempos, con lo que seguir, como desde el principio, perdiendo el tiempo en forma miserable e irresponsable. Y haciéndonos creer a los más inocentes y bien intencionados, que la principal razón por la que no nos hemos podido desarrollarnos, es porque no tenemos leyes mejores.
El argumento es engañoso. Pero muchos han terminado por creer el cuento, de forma que cuando dicen que hay que emitir una nueva constitución, reformar las reglas electorales, les brillan los ojos como niños escolares, convencidos que una vez que tengamos los nuevos cuerpos legales, aquí – por arte de magia – todo cambiará. Y la felicidad a borbotones entrará por las puertas cerradas de nuestras casas, sin que hayamos hecho otra cosa que permitir a los “sabios” legisladores que inventen leyes nuevas cada cierto tiempo, tanto para mantenerse ocupados – porque es lo único que saben hacer – como para confirmar que ellos tienen en sus manos, las llaves doradas de nuestra felicidad.
Pero en honor a la verdad, el problema de Honduras no es uno de falta de leyes o de atraso con respecto a algunas reglas.. La mayor dificultad es que no existe en el país una cultura de respeto a la ley, de obligado reconocimiento que la defensa de los derechos de los otros –incluidos los enemigos incluso – y del sentimiento que la existencia del país, está basada en la subordinación de los fines y objetivos personales con respecto a los fines y objetivos nacionales.
Es aquí, en esta turbia resistencia al cumplimiento de los deberes, a la defensa – cuando nos afecta en lo grupal o personal – del ordenamiento legal, en donde está la causa de nuestro atraso. De forma que si algo se quiere hacer, para mejorar las condiciones de vida y crear tranquilidad a las generaciones que nos sucederán, tenemos que crear una cultura de respeto a la ley entre las “élites” políticas, sociales, económicas y gremiales, en primer lugar; y en general en todos los hondureños, de forma que prefiramos morir antes que violar la ley. Por ello, nos engañan – con argumentos modernos y respaldados en recomendaciones de dudosa confiabilidad -- cuando dicen que el estado de derecho se fortalecerá si debilitamos la Corte Suprema de Justicia y creamos un Tribunal Constitucional (Siglas de Tiburcio Carias dice Víctor Narváez ). Pasando por alto que el problema no son las instituciones sino que el comportamiento de políticos caprichosos, infantiles y malcriados que cuando no pueden lograr las cosas por las buenas, cambian las reglas. O las irrespetan.
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