LA PROLIFERACIÓN DE CANDIDATOS

Juan Ramón Martínez.


La figura de Zelaya ha generado dos resultados. El primero de ellos es la enorme cantidad de chistes que circulan, en los que se trata de mostrar su falta de inteligencia y su habilidad para responder. El asunto es tal que al final, me he fatigado. E incluso incomodado porque me parece que es injusto que se trate a un ser humano en la forma que se hace con Zelaya, tan solo porque intelectualmente se le considera tan limitado. El segundo resultado es que esta banalización de Zelaya, supone un menosprecio de la Presidencia de la República y una infravaloración de la soberanía popular. Porque hace creer que cualquiera, por más tonto que sea, puede – con habilidad y aprovechando oportunamente las circunstancias, cosa que no lo hace talentoso e inteligente a quien logra posiciones – aspirar a ser candidato presidencial. Y por ello titular del Poder Ejecutivo. El efecto de estas dos consideraciones, respaldadas por la creencia que para ser Presidente no se requiere saber leer siquiera, es la proliferación de aspirantes presidenciales.


Desde la visión demagógica esto, en vez de preocuparnos, debemos verla como imposición generalizada de los valores democráticos. Renunciando a las visiones elitarias en que, cualquier trabajo que se otorgue, no hay que exigirle calidad y capacidad al elegido para hacerlo.


Nadie nos va a convencer que los cargos tienen que darse por popularidad, por afecto y por obligado compromiso. Seguir haciéndolo, como lo hemos hecho en toda la historia nacional, nos ha dado los resultados que conocemos: un país atrasado, un pueblo sometido a la pobreza, una estructura social injusta y excluyente; y un modelo político basado en el clientelismo, el amiguismo, el familismo y la indecencia.


Con otros líderes más calificados que los que hemos tenido, que tenemos y que aparentemente tendremos en el futuro, los resultados habrían sido mejores. No solo porque habrían sido menos ladrones y aprovechados de las instituciones públicas, sino que habrían sido más competentes. Al fin y al cabo, el mayor problema no es que hayan sido ladrones y que se hayan enriquecido con los bienes públicos, sino que su incompetencia para entender los problemas y la ausencia de imaginación y fuerza para resolverlos. Si lo hubieran hecho – y no queremos que se nos mal interprete – sus pecados capitales, en el robo de bienes públicos, se les habrían perdonado como se ha hecho con los ladrones competentes, para el robo; pero además hábiles para disimular y justificarse proporcionando resultados interesantes para la comunidad.


Por supuesto, no todos los aspirantes son iguales. Hay algunos mejor que otros. Pero en su conjunto, cómo me explicaba una tarde Villeda Morales, "un líder político que aspira a la Presidencia, además de competencia debe tener una elevada espiritualidad". Es decir un sentido de trascendencia personal de forma que se vea en el acto de aspirar, no un capricho distado por la vanidad; ni mucho menos un fácil oportunismo para la riqueza o la gloria vanidosa de los incapaces, sino que una expresión de una voluntad en la que el servicio y el sacrificio que conllevan, es una ofrenda deliberada y desinteresada a la Patria.


Habrá que examinar a los candidatos. No solo hay que exigirles como a los policías, pruebas que no han consumido drogas prohibidas, que tienen las manos limpias y que no dirigen negocios que pueden aprovechar el sistema público para aumentar en forma artificial. En fin, habrá que exigirles pruebas espirituales para saber si no es el egoísmo, engañoso y de mucho peligro para la comunidad nacional, el que les mueve en la búsqueda del cargo. O el ánimo vengativo o revanchista.  

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