Cuento/ homenaje en el centenario de la muerte de Kafka

 EL OTRO

 Kalton Harold Bruhl (*)

 


 Frank Kafka (1883-1924)

 

 Viena, 1 de octubre

La primera vez que lo vi fue en 1902. Era mi última noche en Praga. Había llegado esperando encontrar un personaje interesante y estaba a punto de marcharme sin haber cumplido mi deseo. Decidí esperar hasta la madrugada, cuando las calles estuvieran vacías, para dar un paseo. Si sus habitantes me habían decepcionado, pensé, quizás la ciudad misma no lo hiciera. Cuando atravesaba el puente de Carlos, una escena me hizo detenerme. Un joven parecía estar a punto de lanzarse a las aguas del Moldava. 


Siempre he despreciado al género humano, así que cada suicida me parece un héroe que merece respeto. Llevo un prontuario de suicidas célebres que siempre estoy actualizando. Pero en ese momento se me ocurrió una idea: comenzaría una nueva lista de suicidas comunes. Luego, con el tiempo, haría un estudio minucioso de las causas que orillaron a todos, famosos y desconocidos, a buscar la muerte. Sería interesante descubrir si un científico se quita la vida por los mismos motivos que un obrero o si un artista tiene las mismas razones que un campesino. Quizás mi visita a Praga no había sido una completa pérdida de tiempo. Solo había un pequeño problema. Si quería comenzar mi lista con aquel joven debía conocer su nombre y al menos algo de su vida. Podía acercarme y preguntarle o esperar a que la noticia apareciera en los diarios. La primera opción era peligrosa: mi conversación podía hacerlo desistir de sus loables propósitos. La segunda era igual de terrible: tendría que quedarme un día más en la ciudad. A pesar de los riesgos, opté por la primera. Me acerqué con cautela. No quería asustarlo y hacerlo caer accidentalmente en el agua. 


—Buenas noches —dije con suavidad. A pesar del tono de voz, el joven tuvo un sobresalto.
—Buenas noches, señor —respondió recobrando la compostura. Luego volvió a centrar su mirada en las oscuras aguas.
 Le dije mi nombre y le extendí la mano. Creí ver que sonreía antes de estrecharla.
—¿No traerá consigo el fin de los tiempos que anticipan los gentiles, rey de Magog? —me preguntó. Esta vez sí pude ver su sonrisa.
—Desafortunadamente, no —le respondí. 


Continuamos hablando de trivialidades. De sus estudios de Derecho, de su fervor sionista. De pronto, me contó las razones que lo orillaban al suicidio. Cada noche, me confió, lo atormentaba el mismo sueño: se encontraba sobre su cama convertido en un enorme insecto. El sueño se había repetido tantas veces que estaba casi convencido de que tarde o temprano se haría realidad. 


No sé por qué lo hice, pero intenté reconfortarlo diciéndole que no debía fiarse de los sueños. Le conté que todas las noches yo soñaba con despertar en un mundo vacío, desolado, y cada mañana me encontraba con una nueva desilusión.
 —Podría probar a escribir lo que sueña —le dije—. He escuchado que puede ser una manera de exorcizar las pesadillas. 


Me respondió que lo pensaría y se despidió de mí, aunque no se marchó del puente. Eso me devolvió las esperanzas. Quizás continuara con sus propósitos originales. Me alejé rápidamente. No quería distraerlo más. 


Partí de Praga al amanecer. Años después volví a encontrarlo en otra ciudad. Lo acompañaba un tipo extraño, casi sospechoso. Me reconoció al instante y me pidió que habláramos a solas. Me contó que había seguido mi consejo. Había llevado al papel todas sus pesadillas. En algún momento sintió el deseo de publicar sus escritos; sin embargo, cierto pudor le impidió utilizar su nombre. Inventó un seudónimo y envió los relatos a pequeñas revistas. Se sintió sorprendido cuando decidieron publicarlos. En poco tiempo había publicado un libro de relatos y algunas novelas cortas, incluyendo una sobre su pesadilla recurrente de verse convertido en un insecto repugnante. Luego decidió publicar utilizando su verdadero nombre. La obra de su álter ego tendría como temas principales sus complejos y sus temores. Todo aquello de lo que se avergonzaba. La obra que saldría a la luz con su nombre sería la trascendente, la que lo llevaría a la fama, a la gloria. En algún momento, para evitar ser descubierto, se vio en la necesidad de materializar al escritor que había creado. Encontró a un pobre actor, enfermo de tuberculosis, que aceptó hacerse cargo del papel. Era aquel tipo extraño que nos esperaba nervioso en una esquina. 


—A veces, señor Gog —me dijo—, quisiera destruir todo lo que he escrito siendo ese otro hombre, el que quise aniquilar la noche que nos conocimos.
No supe qué responder y terminé despidiéndome apresuradamente.
Fue la segunda y la última vez que vi a Max Brod.

(*) (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014).  Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia de la Lengua.

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