ULTIMO DC-3 DE SAHSA SE ESTRELLA EN LAJAS, COMAYAGUA

 Juan Ramón Martínez

Capitán Flavio Ramírez Castro

Las últimas palabras del capitán Flavio Ramírez Castro (Olanchito, Yoro, 31 de diciembre de 1918-8 de abril de 1971, Las Lajas, Comayagua) fueron dirigidas al operador de Radio de SAHSA, en Toncontín, desde el bimotor DC-3, el Jueves Santo 8 de abril de 1971, a las 5:55 de la tarde: “Tiempo instrumental, 50 minutos, -dijo Ramírez-; estamos sobre Archaga y tenemos problemas con el motor derecho. Altitud 6,000 pies”. Después el silencio infinito que anunciaba la tragedia. Minutos después la alarma. Se había perdido el contacto con la nave que procedente de la ciudad de La Ceiba, se dirigía a Tegucigalpa en donde calculaba Ramírez Castro, llegarían en pocos minutos. La nave, con un motor averiado y con el otro perdiendo fuerza, sin visibilidad, envuelta en densa nubosidad, hizo impacto en una montaña, a 5,700 pies, muriendo su tripulación, integrada por tres personas y siete pasajeros. Terminaba así, la brillante carrera de un hombre bueno y singular, como fue Flavio Ramírez Castro, -profesionalmente calificado, sereno y tranquilo- y cundía el pesar y el dolor en la comunidad nacional. Iba a cumplir a finales de ese año, 53 de edad. Eran las últimas horas de luz del Jueves Santo, y se iniciaban las primeras de la noche, cuando se dio por desaparecido el avión y el sentimiento seguro que la tripulación y sus ocupantes, habían perecido. Empezó la búsqueda, dificultada por la obscuridad.

Acompañaban a Flavio Ramírez Castro, capitán de la nave -uno de los más experimentados pilotos con que contaba la compañía aérea hondureña con 16,689 horas de vuelo-, como copiloto Edgardo Torres, Néstor Chávez como sobrecargo, y siete pasajeros: Sixto Hernández, -juez de Letras de Olanchito, Yoro-, Dolores Martínez, vecina de Tegucigalpa, que venía de Roatán de visitar a familiares residentes allá, su hijo Juan de Dios Zelaya, joven escolar que cursaba estudios en la Escuela Primaria de Loarque y su nieto Omar Antonio Martínez, de dos años de edad; Carlos Valladares, laboratorista del Hospital D’ Antony (hermano de Óscar Armando Valladares, publicista de Calderón Publicidad), Carlota Rivera residente en La Ceiba, y Omar de Jesús Martínez.

Edgardo Torres, el copiloto, “de 31 años, llevaba siete años al servicio de SAHSA. Era amable y jovial y en consecuencia muy querido por sus compañeros. Permanecía soltero pero era padre de dos niñitas: Patricia y Yamileth Torres. Era hijo de don Enrique Torres y doña Alba Marina de Torres, con residencia en la calle principal del barrio Buenos Aires. Tenía nueve hermanos entre los cuales se encuentran: Armando, Magdalena y Eva Torres”. Néstor Chávez, el sobrecargo, “hijo de un empleado de “El Día” don Jesús Chávez y la señora doña Margarita Galindo de Chávez. Originario de la Villa de San Antonio, con un niño de 2 años y otro de ocho meses. Tenía 25 años y vivía en el barrio Villa Adela. “Chávez era miembro de la tripulación en los primeros días del conflicto con El Salvador y viajaba en aquel avión balaceado en Nueva Ocotepeque. Meses después figuraba también en la tripulación del avión que fue desviado de su ruta y llevado a San Salvador”.

Operaciones de rescate
 

 Restos del avión de SAHSA en una montaña de Lajas, Comayagua.
 
 
Las operaciones de rescate, pese a la cercanía relativa de Tegucigalpa, se retardaron. Llegaron primero los salteadores de los alrededores que, despojaron a los pasajeros de sus objetos de valor. Un campesino, ingenuo hasta la inocencia, mientras recogía el biberón, todavía conteniendo leche, del niño Omar Antonio Martínez, mostrándolo, celebró ante los periodistas el hallazgo, que consideró milagroso, porque su pequeño hijo que no tenía con que alimentarlo, por voluntad de Dios, ahora contaría con tan preciado objeto. Así, relojes, carteras con dinero, anillos y otros objetos de valor, fueron sustraídos de los bolsillos y carteras, propiedad de las personas, cuyos cadáveres esparcidos sobre la ladera mostraban las señales del brutal impacto, entre los metales retorcidos del viejo bimotor de SAHSA, cuyo motor derecho había entrado en lo que en la jerga mecánica de aviación se llama “over speed”. La falla total del motor derecho y la debilidad del izquierdo, hizo que el avión perdiera altura y chocara violentamente con la montaña.

Las causas del accidente

Filadelfo Suazo en el reportaje que venimos citando, dice que “la irreparable pérdida para la aviación hondureña viene a ahondar la situación ya alarmante por la muerte de los capitanes Armando Escalón y Flores Teresín quedando de esta promoción únicamente los pilotos Mateo Molina, Armando Silva y el doctor David Abrahan Galo, retirado desde hace muchos años de la aviación. Aunque no se han determinado oficialmente las causas del accidente, por el último reporte recibido en el centro de operaciones de SAHSA y el cual encabeza este reportaje, se deduce que uno de los motores del avión venía fallando, lo que hizo que la nave perdiera altura rápidamente llegando a una situación que era imposible controlarlo. El aparato se estrelló a 5,700 pies sobre la falda de la montaña de Agalteca, en el sitio conocido como “Las Lajas”. Según opiniones vertidas por veteranos pilotos de SAHSA y la Fuerza Aérea, es posible que el motor haya sufrido lo que llaman “over speed”, o sea sobre velocidad de la hélice, la que además, gira fuera de control y genera resistencia en vez de impulsar la nave”.

Los pasajeros que evitaron la muerte

Desde antes de las dos de la tarde, 36 pasajeros esperaban en la reducida sala de espera de la terminal del aeropuerto ceibeño, que en ese entonces, estaba casi en las orillas de la ciudad. Muy cerca del Cementerio General, en el barrio Mejía. Pocos minutos después de las tres de la tarde, una leve llovizna, anunció mal tiempo para la zona norte. Además la ruta hacia Tegucigalpa se reportaba cubierta de nubes. Por ello, cerca de las 4.45 se anunció que se suspendía el viaje. La mayoría de los pasajeros, 29 personas, tomaron taxis para regresar a hoteles y casas de habitación de La Ceiba. Algunos se retrasaron, porque no consiguieron taxi, quedándose sentados en la terminal sin saber qué hacer. O sin dinero para pagar el hospedaje. Y otros como Sixto Hernández, ansioso y con ánimo de estar en Tegucigalpa para participar al día siguiente en el Santo Entierro, como caballero encargado de cargar al Jesús ensangrentado, se quedaron esperando. A última hora, desde Tegucigalpa, de forma suicida e irresponsable, se autorizó que el avión saliera hacia Tegucigalpa. Circuló de boca en boca la información que el capitán Flavio Ramírez Castro, que sabía que el avión no estaba en óptimas condiciones, no quería traer pasajeros; pero estos insistieron. Entre los que desde el principio aceptaron que no debían volar ese día, estaba uno de los hijos de Jorge Coello, que por tal decisión, evitó estar en la crónica de esta tragedia que conmovió a Honduras. E hizo que más de alguno, el periodista Filadelfo Suazo en su crónica del diario El Día que nos sirve de base para estas notas, se preguntara si no era tiempo que SAHSA retirara los aviones tan viejos que constituían el centro de su flota para viajes nacionales. Hay que recordar que el DC3, posiblemente el mejor avión de transporte de pasajeros y carga, que se haya creado jamás, había sido construido en 1935. El siniestrado en abril de 1971, fue comprado, después de muchos años de uso, a la compañía aérea AVENSA, de Venezuela. Y, el periodista Suazo que estaba enterado, para cuando ocurrió la tragedia aérea de 1971, que el general Oswaldo López Arellano se había apropiado de las acciones de SAHSA, que originalmente eran del gobierno de Honduras, aprovecha para exigirle que mejorara la calidad del equipo. La mayoría de las acciones, cómo dijimos antes, inicialmente eran de propiedad pública, que habían pasado a sus manos, gracias a sus contactos y a su calidad de gobernante del país.

Quién era el comandante de la nave siniestrada

Flavio Ramírez Castro había nacido en Olanchito, Yoro, el 31 de diciembre de 1918. Era hijo natural reconocido de Mauricio Ramírez, uno de los más connotados líderes nacionalistas del departamento de Yoro, propietario de una de las primeras farmacias de la ciudad, corresponsal de periódicos de Tegucigalpa, escritor de galanas figuras y diputado al Congreso Nacional durante el mandato de 16 años del general Carías Andino y de la señora Susana Castro. Era medio hermano del capitán -piloto de la Fuerza Aérea Omar Ramírez Quezada-, fallecido tiempo antes, en un accidente en la ciudad de Gracias, mientras tripulaba un avión de la Fuerza Aérea que transportaba aguardiente que para entonces era un producto estancado, manejado por el gobierno a través de las Administraciones de Renta; del doctor en farmacia Jaime Ramírez Quezada y por parte de madre cuatro hermanas, Mirtila, Celia, Urbelinda y Toribia. Había egresado de la Fuerza Aérea Hondureña el 15 de marzo de 1947, con el rango de subteniente. En 1954, fue ascendido a capitán. Fueron sus compañeros de promoción el coronel Armando Escalón, capitán Armando Silva, Mateo Molina, Manuel Velásquez, Edgardo Alvarado y David Abraham Galo. Al momento de la muerte del capitán Ramírez Castro, habían fallecido sus compañeros de promoción, Armando Escalón, Manuel Velásquez y Edgardo Alvarado.

Flavio Ramírez Castro contrajo matrimonio con Aída Gonzáles con la que procreó seis hijos: María Luisa de Paredes, Mirian de Inestroza, Bety de Calderón, Susana de Midence, Flavia de Oppenheim y Flavio Ramírez que a la muerte de su padre, tenía 15 años. Flavia Ramírez, fue durante muchos años, aeromoza en SAHSA y TAN. Y por su belleza, elegida Miss Tegucigalpa, Tercer Lugar del Miss Honduras y Reina del Turismo de República Dominica y el Caribe. Actualmente es funcionaria de la embajada de México en Tegucigalpa. Está casada con Rolp Oppenheim, empresario y promotor turístico. Flavio Ramírez Gonzáles, el hijo menor, años después de la muerte de su padre, contrajo matrimonio en primeras nupcias con Maribel Zepeda y actualmente está casado con Leonila Madrid. El matrimonio Ramírez-Gonzáles tenía su residencia en la colonia El Loarque, en la ciudad capital. Flavia Ramírez, cuando muere su padre, estudia en Nueva York.

Volando en una nave tripulada por Ramírez Castro

En octubre de 1948, nuestro padre Juan Martínez, peón de la compañía frutera Standard Fruit Company, dispuso que nos tomáramos unas largas vacaciones junto a mi madre doña Mencha y tres de mis hermanos de entonces: Antonia Ethel, Vani Edgardo y José Dagoberto. El día anterior, habíamos llegado desde el campo bananero “La Jigua”, municipio de Arenal, en tren a la ciudad de La Ceiba. Nos habíamos hospedado en el Hotel Luna, propiedad de un español del mismo nombre. Fue la primera vez que desde el balcón del hotel, contemplé, arrobado por el espectáculo inédito, la belleza del mar. Al día siguiente, en una mañana encapotada, de nubes bajas, tomamos el vuelo en La Ceiba, para dirigirnos a Salamá, en el departamento de Olancho, para de allí, en bestias llegar en horas de la noche, a la aldea de Pedernales, de donde nuestro padre había emigrado 23 años antes, hacia la costa norte, en búsqueda del dorado mundo bananero. Antes de tomar el avión, que a mis siete años, me pareció gigantesco, misterioso y descomunal, mi padre ordenó que nos dieran a mi hermana Antonia y a mí, dos refrescos. Pedimos los dos, tropicales, jugos de uva. Pocos minutos después, abordamos el avión. Mi hermana y yo, ocupamos los dos últimos asientos, los más inmediatos a la puerta de salida. En el lado izquierdo de la nave. Nuestros padres, llevando en las piernas a nuestros dos hermanos más pequeños, de tres y dos años respectivamente, se sentaron pasillo de por medio, igualmente en los dos últimos asientos. El avión corrió velozmente por la pista, tomó altura y cambió de rumbo, virando sobre el mar que me pareció inmenso e inexplicable en su eterno movimiento, a muchos metros más abajo, para sobrevolar las montañas verdes, rumbo al departamento de Olancho. A los pocos minutos, no creo que hayan sido más de 5, doña Mencha experimentó un fuerte vómito que alarmó a mi padre el que, en lo que me pareció la mayor proeza que le había visto en mis cortos siete años de vida, se puso de pie y mientras el avión se estremecía mecido por los vientos y entre una cortina de nubes que mi papá posteriormente describió a sus amigos que nunca habían volado en avión, como que “era tan obscuro que uno no se miraba los dedos siquiera”, se acercó a la cabina, desde donde Flavio Ramírez le siguió con unos limones cortados por la mitad, con el cual le frotaron las sienes a mi madre. El capitán Ramírez la consoló diciéndole, “calmate Mencha, si ya vamos a llegar”. Eran amigos y contemporáneos y por ello, compañeros de baile y miembros del mismo segmento social en que, la población de la ciudad cívica, estaba entonces dividida. Riéndose suavemente, le recordó las últimas fiestas donde habían coincidido. Poco después, él regresó a la cabina de mando. Y yo, nunca jamás, lo volví a ver.

Estábamos de vacaciones de la Semana Santa el jueves 8 de abril de 1971, en Choluteca, en la casa de los padres de Nora, don Ernesto Midence y doña Elia Bones de Midence, cuando nos enteramos por la radio HRN, del accidente aéreo; del nombre del capitán Flavio Ramírez que tripulaba la nave aérea; los de los pasajeros y los incidentes que llevamos narrados. De los pasajeros había conocido en Olanchito al abogado Sixto Hernández, juez de Letras de la ciudad. Y la señora Dolores Martínez, hermana de Flora Martínez la jóven doméstica que nos hacía las comidas y cuidaba a nuestro único hijo entonces, Juan Ramón, a quien llamábamos “Tito”. Vivíamos entonces en la colonia Satélite, en la casa Q-15; por su parte, Dolores Martínez, hermana de Flora, llegaba a casa a lavar y planchar. El accidente nos provocó mucha pena. Esa noche en Choluteca, llovió con mansa confianza, aumentando la lúgubre tristeza que embargaba mi alma, por la muerte de todos los pasajeros, especialmente la de Flavio Ramírez Castro a quien los originarios de Olanchito le dispensábamos gran aprecio, aunque a la distancia por edad y profesiones, cómo era natural para entonces. Así como la señora Martínez, planchadora de nuestras prendas y de mi familia.

Flavio Ramírez, radioaficionado
y distinguido líder de los clubes de Leones de Honduras

El capitán Flavio Ramírez era un hombre suave, estatura mediana, piel canela, mestizo, de finos modales, tranquilo, amigo de sus amigos, muy sociable y poco inclinado a la oratoria, cómo es la fama de la mayoría de nuestros comunes paisanos. Aunque se defendía bastante bien, cuando tenía que hablar en público. De repente, una vez graduado como piloto, obligado por sus tareas profesionales, viajó muy pocas veces a Olanchito -no incluyendo las innumerables oportunidades que sí aterrizó en “El Arrayán”, el descampado que hacía de pista de tierra a la ciudad cívica-, y como sus amistades se habían dispersado para entonces e incluso muertos su madre y sus hermanas, hizo de La Ceiba, primero, el nido de sus afectos y de sus amistades. Allí vivió permanentemente junto a su familia, durante seis años. Posteriormente compró casa en Loarque. Fue miembro de un club de radioaficionados y militó durante bastantes años en los clubes de Leones de Honduras. Fue miembro del decano de esos clubes de servicio, el Club de Leones de Tegucigalpa, en donde ocupó casi todos los cargos.

El impacto de su muerte entre sus amigos,
compañeros y conocidos.


La noticia de la muerte del capitán Flavio Ramírez, tuvo un fuerte impacto nacional. Los Clubes de Leones del país, emitieron acuerdos de duelo. Lo mismo que las organizaciones de radio aficionados. Sus vecinos, amigos y compañeros de profesión, recibieron un fuerte impacto. Los telegramas que guardan sus hijas, en elevada cantidad, provienen mayoritariamente de Tegucigalpa y de La Ceiba. De Olanchito hay dos mensajes dirigidos a su padre, Mauricio Ramírez que le sobrevivió varios años más a su trágica muerte. Su cadáver fue velado en la funeraria capitalina “La Auxiliadora” y sus restos fueron enterrados en el Cementerio General. Su esposa Aída Gonzales, falleció de muerte natural en el 2009. Le sobreviven todos sus hijos, nietos, bisnietos e innumerables amigos que le recuerdan con simpatía y admiración por su don de gente, su suave amistad y el afecto que le dispensaba a las personas que se le acercaban.

Desde aquel accidente,
muchas cosas han cambiado en Honduras.


Las nuevas carreteras hicieron que muchos pueblos que tenían el servicio aéreo de SAHSA, lo perdieran. Ésta, aumentó su flota para viajar a los Estados Unidos, Nicaragua y Colombia, reduciendo los vuelos nacionales. Hasta que el accidente de uno de sus jet en “Las Mesas”, Cerro de Hula, en 1989, la precipitó a la quiebra y al cierre de operaciones.

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