Cuentos hondureños: "El placer del narcisista" y "La comida de los humanos"

El placer del narcisista

Óscar Urtecho (*)

 


Rey no podía dejar de pensar en su primo, el caballo. Siempre había creído que él era un animal incomparable, de un elegante color parecido a las hojas secas, inteligente, alto, poseedor de un sofisticado acento al rebuznar, el más viril de todos los cuadrúpedos y, además, amigo personal del dueño de la granja. Por eso sufrió una pequeña taquicardia cuando conoció a su primo.


La primera vez que lo vio, parecía que el caballo estaba desnudo a propósito, enorme, orgulloso, con un aire de estrella porno pero tan elegante como si perteneciera a la realeza. El burro se frotó los ojos una vez, fijó su vista astuta sobre el poderoso corcel café oscuro, lo miró brillando bajo el sol, sus belfos de burro temblaron de asombro mientras se concentraba en la extensa virilidad del caballo. De pronto se sintió pequeño, sin valor, y una envidia animal lo poseyó desde la pezuña hasta las crines. Entonces el burro, que había leído a Freud con entusiasmo, decidió convertir la causa de su mal en un objeto de investigación.


El burro experimentaba un sentimiento sublime, un deseo infinito de conocer la fuerza del caballo, de llamarlo por un nombre que lo hiciera sentir cercano, dominado como un dios semita que se dejara conquistar por los hombres. Lo llamaré Tola, pensó en voz alta, y sintió como si alguien que estuviera narrándolo todo dijera “en el principio creó el Burro los cielos y la tierra”. Le excitaba la idea de ponerle nombre a todo, de inventar palabras, eso lo hacía sentirme menos animal que el resto, más parecido al dueño de la granja (definitivamente soy una persona-burro culta, se dijo a sí mismo después de que la idea de crear palabras para nombrar las cosas le recordara a Michel Foucault).


Desde ese día, el día en que creyó inventar una palabra, el burro empezó a asistir a la misma hora para ver al caballo piafar brioso delante de los otros animales. Luego, húmedo de sudor, enceguecido por el instinto del macho, el caballo se acercaba a las hembras con fuerza, bufando, sus patas delanteras en el aire, la crin cayendo sobre el lomo del animal sostenido como una torre sobre sus patas traseras, estirando todo su cuerpo contra el lienzo de un cielo plomizo y rojo al atardecer. Los cascos del caballo caían entonces con una fuerza liviana sobre las ancas de las hembras que parecían esperarlo, sometidas a su poder, a su magia de bestia incontrolable. El burro contemplaba aquello con los ojos desorbitados y los belfos casi arrastrándosele hasta el suelo. Y su éxtasis sólo era interrumpido por el relincho de la hembra que de pronto daba un paso hacia adelante y se detenía enterrando los cascos en el suelo, impulsando el cuerpo hacia atrás con determinación, como si lo de ella fuera hacerse harakiri para morir con ese extraño honor con que los samuráis revestían el sacarse las entrañas y dejarlas caer en el polvo. Definitivamente se trataba de un burro culto.


Había pasado ya un mes cuando el burro tuvo la idea más brillante que había tenido hasta ese momento de su larga vida en la granja, según lo pensaba mientras los dientes se le hacían grandes a medida que el labio superior se recogía hacia arriba y un sonido entrecortado y estridente empezaba a salir de su boca. Los otros animales estaban acostumbrados a escuchar la risa del burro, que todos los días imaginaba que era el creador de una idea brillante, así que ninguno se asustó realmente, aunque todos pensaron que sonaba como la vieja gallina Reina, que cacareaba cada vez que miraba un gallo joven e inocente.


La idea del burro era tomar el lugar del caballo. Quería saber lo que se sentía ser tan admirado, sentir que forja tus huesos una determinación ante la que nadie puede rehusarse. Así que ese día llegó al corral de las hembras cinco minutos antes que el caballo. El dueño de la granja hizo una mueca extraña al mirarlo pasar hacia el corral: era como si estuviera paralizado con el cigarro en la boca, mudo de asombro, el humo delgado subiendo arriba del sombrero y el fuego avanzando en horizontal hacia la mano, mientras las cenizas le caían sobre el hombro. El burro lo miró de reojo, sin detenerse, seguro de que su amo también lo aplaudiría a su debido tiempo (después de todo, soy un burro muy inteligente, pensó).


La hembra oyó los cascos que atravesaban el corral. Su ruido era más liviano, indeterminado, como si hubiera cobardía en ellos, pero aun así seguía dando la espalda hacía lo que venía entrando para llegar hasta ella, con una especie de nostalgia de la tarde anterior. El burro hizo todo lo que el caballo hacía, incluso repitió la pose de la estatua para desmoronarse sobre la hembra. Estaba en el aire cuando la yegua levantó las patas traseras hasta el abdomen del burro y, con los cascos delanteros enterrados en la tierra, flexionó el cuerpo así adentro y luego se impulsó hacia afuera con suficiente fuerza para quebrar una tabla del corral. El burro cayó como un trapo viejo en el suelo. Rápidamente, como si tratara de un reflejo, su cuerpo se dobló en un movimiento hacia arriba, intentando levantarse, confundido y con el hocico entierrado. La hembra dejó caer sus patas traseras y empezó a correr, luego saltó el cerco de madera que formaba el corral y siguió corriendo mientras a sus espaldas se levantaba una lámina de polvo que cada vez hacía más difícil verla. El burro la miró muy quieto mientras la abrazaba una nube blanca y sucia. Entonces escuchó como la primera vez los cascos del caballo hoyando la tierra a sus espaldas. Miró al animal de reojo, tenía las patas delanteras en el aire, parecía indetenible, guiado por un instinto ciego, incapaz y falto de deseo de corroborar si sus cascos iban a caer ahora sobre alguna de las hembras que ya había conocido (era un burro tan culto que incluso en ese momento recordó el sentido bíblico de la palabra conocer). Sintió como si una enorme estaca le atravesara el vientre, era como si estuviera muriendo de dolor. Sus patas delanteras se hundían en la tierra, el burro flexionó su cuerpo hacia adelante, como tratando de moverse pero permaneciendo en el mismo sitio. Luego lloró, en silencio, sin perder la sofisticación que siempre creyó que lo distinguía, mientras la risa del dueño de la granja sonaba estridente como una canción de reguetón fuera del corral (definitivamente, sólo un burro sofisticado podía pensar que podía haber una mejor música para una situación así), con la llama del cigarro apunto de quemarle la mano.


De pronto fue demasiado para él. Se impulsó hacia arriba con sus patas delanteras, Tola relinchó con fuerza mientras trataba de aferrarse al cuerpo del burro que ahora estaba erecto, agitado e inasible. El caballo, acostumbrado a perseverar hasta dominar a la hembra, realizó un pequeño giro para acomodarse y lanzar una nueva embestida contra su víctima. El burro entonces se giró hacia la izquierda. El dueño de la granja miró cómo la pata trasera del caballo se doblaba hacia adentro, hasta que un hueso blanco y rojizo horadó la piel y estalló con un sonido terrible como un trueno repentino. 


El burro miró cómo el dueño de la granja corría hacia el caballo, lo miró llorar, golpearse el pecho y agitar las manos desesperado. El caballo se revolcaba contra el suelo. El burro pensaba que aun así lucía magnífico. Cuando el dueño de la granja sacó la pistola, el burro supo que lo que venía era inevitable. Cerró los ojos esperando que todo fuera rápido. Escuchó el arma percutarse e incluso creyó sentir el olor de la pólvora en el aire. ¡Bang! 


Cuando abrió los ojos, el caballo yacía muerto con el hocico blanco. El dueño de la granja caminaba lentamente hacia fuera, con el arma humeante como un cigarrillo aún en la mano. El burro entonces volvió a sentirse el de antes, después de todo, él era el animal más viril, inteligente, hermoso y digno de la granja.


La comida de los humanos

 Óscar Urtecho (*)

 


 Sultán no podía dejar de competir. Aunque era un animal de aspecto macilento, se creía el más hermoso de todo el corral, que también estaba bastante venido a menos y descuidado. El dueño llegaba todas las mañanas para arrogarles forraje y sobras de comida. Sultán no había probado la comida de los humanos, pero estaba convencido de que él la merecía más y podía comerla de mejor forma que los perros, que eran los únicos que tenían ese privilegio. Todo el mundo querría presenciar el gran espectáculo del burro que se alimenta como las personas, esa era la imagen que Sultán atesoraba en sus pensamientos. 


Ese día el dueño parecía molesto: no estaba silbando como de costumbre, tiró la hierba a las patas de Sultán y se acercó rápidamente al sitio de los perros. Al más grande, negro y feroz le puso enfrente del hocico una vianda inmensa llena de carne cocida. Después salió sin ver a nadie y sin decir nada, aunque sí miró de reojo a Sultán, que parecía en espera de que le sobaran la cabeza como si él también fuera un perro bien portado. El can lucía tan desinteresado y pasivo que parecía un animal tonto; a Sultán se le iluminaron los ojos. 


–Oiga, señor perro –dijo–, a usted sólo le dan esa comida porque en las noches ladra mucho, pero seguro que usted no puede cargar tanto como yo. Además, si me lo propusiera, yo podría ladrar mejor que usted.


El perro siguió indiferente incluso cuando Sultán puso por primera vez sus belfos cetrinos en una pieza de carne. Masticó aquel manjar con delicadeza, como si estuviera exhibiendo su trabajo delante del presidente de una gran compañía que quisiera contratarlo. Soy el burro más inteligente del mundo, pensó, el primero que prueba la comida de los humanos. De pronto sintió un pequeño ardor en la panza y los ojos se le pusieron oscuros y pesados.


En la casa, el dueño miraba sus botas preferidas destrozadas, debajo de un sillón, hediondas a baba de perro. 


–Debí haberlo envenenado hace tiempo –le dijo a su mujer.
Mientras cerraba los ojos, el burro seguía pensando que era el animal más hermoso e inteligente del corral.


(*) Óscar Urtecho es investigador, analista de los procesos sociales, columnista de opinión, editor de las secciones literarias Narrativa y La Otra Orilla, escritor y crítico literario. Ha publicado múltiples trabajos de investigación en libros académicos y en revistas especializadas de España, Chile y México, entro otros países.

 

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